miércoles, 18 de enero de 2012

Una escena dickensiana que lleva a otra

Estoy leyendo de un tirón Dickens. El observador solitario, del admirable Peter Ackroyd, y tropiezo con una página en la que este da cuenta de un incidente vivido por el escritor junto a un amigo: “Al concluir la primera entrega de David Copperfield, fue a dar un paseo con Mark Lemon por Edgware Road, cuando un pillastre intentó robarle a su amigo”. Los dos fueron tras él hasta cogerlo y hasta dieron parte de ello en la comisaría (se conserva la declaración de Dickens).

Esa escena callejera de un “pillastre” directamente me ha llevado al recuerdo de una escena dickensiana que presencié hace unos años, en el 2005, en una conocida tienda del centro de Barcelona. Y además, en unos días en los que se veían carteles de la adaptación de Roman Polanski de Oliver Twist. De tal visión, sentado un rato después en un bar cercano donde solía acudir en mis años universitarios, surgió este texto:

MAÑANA SIN TÍTULO

Hoy he sido un hombre otoñal: en la vestimenta, en el paseo, en la mirada, en los sorbos del café. Con lluvia todo se ralentiza, y el escritor doméstico se convierte en el cronista de su periódico mental al pisar la calle: una imagen en la que, de repente, varias hojas coinciden en varios metros cuadrados de aire, como si los árboles las tiraran a modo de sacrificio en un río sagrado. El viento entonces deviene portador de algo que viaja de muy lejos, de todo lo lejos que uno esté dispuesto a imaginar.

En el vestíbulo de los grandes almacenes, un niño –no tendrá más de diez años– escapa de una dependienta rechoncha y blanca. Lo espera, cerca de la salida, el vigilante, y de inmediato acude un individuo de seguridad, con su gris uniforme y sus armas al cinto. Y otro. Y la palabra “policía” se distingue entre las voces, y yo, en vez de evadirme con discreción, pues detesto ser un voyeur en cualquier caso, olvido las escaleras mecánicas y me acerco sin pudor a donde todo ocurre. El niño, impasible, con buen aspecto, habrá robado algo en la zona de las relojerías y joyerías. Lleva gorro y un leve toque oscuro en su piel. Cuando los tres guardianes le arrastran para que camine, la actitud del niño cambia: como un crío de dos o tres años –como mis bebés en su día– intenta tirarse al suelo para no avanzar. Grita algo de forma desgarradora, tal vez con la picardía aprendida de llamar la atención y despertar la piedad, tal vez con la estricta honestidad de una persona mísera. Pero sus pocos kilos no son nada para seis brazos masculinos. El niño parece pedir socorro a su modo, y pronuncia algo que me atraviesa hasta que las lágrimas se me balancean en los ojos: papá. O eso quiero entender yo. Lo repite varias veces seguidas, hasta que lo meten en el ascensor, y en los escasos segundos que tardan las puertas en cerrarse se oye el eco metálico de ese “papá” que quizá no signifique padre sino otra cosa en otro idioma: un insulto, una petición de perdón, un arrepentimiento.

Al niño se lo ha tragado la tierra. En los grandes almacenes vuelve la normalidad, las compras, el hilo musical de las cajas registradoras. ¿Adónde habrá ido? ¿Hacia arriba, hacia abajo? Qué harán con él. ¿Lo tratarán como a un niño de nueve, diez años, o será rudamente interrogado buscando en sus respuestas qué adulto hay detrás de su delincuencia? Ya en el pleno fervor de las calles transitadas que apestan a navidad, un póster gigantesco de una película que se estrena hoy copia, con milimétrica exactitud, la primera estampa del niño corriendo delante de la rechoncha: Oliver Twist huye de alguien, lleva gorra, pero permanece allí sin ser atrapado, en su inmaculada ficción de época. Y sigo caminando sin haber hecho nada, como uno de tantos malditos hijos de perra que no hacen nada, que sienten un instante las lágrimas para, al cabo, reanudar su curiosidad por entrar en las tiendas, su cobarde vida exenta de vulgares e improductivos heroísmos.

2 de diciembre de 2005