lunes, 30 de enero de 2012

Un Julio Verne póstumo e inédito

«Les naufragés du “Jonathan”», «En Magallanie» y «El ácrata de la Magallania» son tres títulos para una misma obra y un enredo libresco que, ahora con su versión castellana, ha durado más de un siglo. El primer título es una de las doce novelas que dejó Verne al morir y que su hijo Michel publicó cuatro años más tarde, en 1909, en connivencia con el editor de siempre de su padre, Jules Hetzel, con todo tipo de correcciones; el segundo es el nombre original que le había puesto el autor –al parecer, la escribió hacia 1896 o 97– y que pudo ver la luz cuando se descubrió el manuscrito y el vicepresidente de la longeva Société Jules Verne pudo publicarlo en 1987; y el tercero es el título elegido por la editorial Erasmus –especializada en clásicos universales de los siglos XIX y XX– a la hora de ofrecer, por vez primera en castellano y en traducción del propio director de la colección, Carlos Ezquerra, este texto inédito que tantas diferencias presenta con «Los náufragos del “Jonathan”».

Herbert Lottman, en su biografía del autor (Anagrama, 1998), explica cómo el hallazgo póstumo de diversos manuscritos «bastó para que naciese lo que podríamos llamar la segunda factoría Julio Verne, que hizo que Michel pusiera manos a la obra y se dedicase a corregir y retocar». De tal manera que el rendimiento económico que suponía Jules Verne, y que partía del compromiso de entregar dos novelas al año, se mantuvo tras la desaparición del escritor de Nantes, pues el hijo y el editor presentaron «novelas vueltas a escribir por completo, bien a partir de notas que había dejado el maestro, bien redactadas en parte –¿o en todo?– por Michel Verne».

En efecto, hace algún tiempo tuvimos la oportunidad de conocer un caso semejante: reaparecida en 1996, «Le secret de Wilhelm Storitz» gozó de una edición castellana (Plaza & Janés, 2001) en la que se puso de manifiesto cómo esta historia sobre un hombre invisible escrita en plena decadencia física –en 1905, Verne estaba gravemente enfermo– había sido manipulada por Michel y Hetzel, que querían siempre finales felices y no estaban dispuestos a que el héroe y la heroína de turno no acabaran juntos. Incluso se permitían el lujo de cambiar el trasfondo histórico y las alusiones religiosas o políticas. Y «El ácrata de la Magallania» también tiene algo de eso.

Durante la redacción de esta obra, Verne estudió un par de libros de viajes a la Patagonia y el cabo de Hornos a la hora de inspirarse para las descripciones de esas tierras recónditas. El texto escrito por Verne estaba compuesto de dieciséis capítulos, mientras que Michel se encargó de eliminar cinco de ellos y añadir nada menos que veinte. Colocó personajes nuevos entre las peripecias del protagonista, el aventurero Kaw-Djer que ocupaba su tiempo misteriosamente entre los indígenas en la Tierra del Fuego, y modificó las referencias ideológicas que Verne había insertado en la novela y que tenían que ver con sus lecturas de Saint Simon, Fourier y Proudhon, sobre socialismo utópico. De ahí que el título castellano aluda al «ácrata» –«partidario de la supresión de toda autoridad», según el DRAE–, a la anarquía que al parecer no le gustaba a Michel; como tampoco las alusiones al catolicismo, pues desaparecerían del final de la novela dos sacerdotes que se relacionaban con el misántropo personaje.

La ulterior fe en Dios de Kaw-Djer –«Esta expresión, que significa “amigo” o “bienhechor” en lengua indígena, se refería evidentemente al hombre blanco», se lee al comienzo–, esta transformación espiritual quedó fuera de la versión de Michel, que no tuvo reparo alguno en lucrarse a costa de su progenitor muerto destrozando unas obras escritas además en circunstancias desgraciadas: sufriendo diabetes, úlceras, desmayos, parálisis faciales, pérdida de vista y oído, y sintiendo la larga desdicha de un matrimonio sin amor. Todo lo cual no impidió a Verne entregarse sin descanso a la creación literaria, a la vez que se atrevía –en un artículo de 1902 y tras escribir su centésimo libro– a prever el fin de la novela al cabo de cincuenta o cien años, porque ya nadie iba a necesitar su lectura frente a la dosis de realidad de los periódicos. Vaticinio sensato pero por fortuna erróneo; al revés que el célebre lema en el que basó su literatura: «Todo lo que una persona pueda imaginar, otros podrán hacerlo realidad».

Publicado en La Razón, 23-XII-2011