jueves, 2 de febrero de 2012

Mowgli en Francia




Cada obra de T. C. Boyle constituye una sorpresa, un desafío de tiempos y espacios narrativos diferentes. En «Música acuática» recreó las peripecias del explorador escocés Mungo Park, que descubrió el curso del río Níger a finales del siglo XVIII; en «El fin del mundo» combinó la época de los colonos, los años cuarenta y los sesenta en la cuenca del Hudson; en su reciente «The women» biografía la vida amorosa de Frank Lloyd Wright en los veinte y treinta. En «The inner circle», su protagonista fue el sexólogo Alfred Kinsey, y en «El balneario de Battle Creek», el inventor de los «corn flakes», J. H. Kellog. ¿Estamos pues ante un escritor de novela histórica? Sí y no.

Sí por cuanto le interesan épocas variadas –el ecologismo en 1970 en «Drop City»; el inicio del siglo XX en «Riven Rock», con el constructor de la segadora–, y no por cuanto tal cosa sólo es una excusa para algo mayor: «Me interesa utilizar alguna cosa extraña del pasado para reflexionar sobre el presente. No me interesa la novela histórica tradicional (cómo olía y qué comía Benjamin Franklin). Intentar reproducir fielmente lo que se hacía o decía en una época determinada simplemente no funciona», según sus propias palabras. Muy habitualmente recurre al humor, como en las novelas mencionadas; aunque no en el caso que nos ocupa, esta «nouvelle» perfecta que Boyle publicó en el año 2010 junto con trece cuentos más. «El pequeño salvaje» narra la historia del que llamaron Victor de Aveyron, un niño al que abandonaron en un bosque de Francia, tras intentar degollarlo, y que fue hallado en 1798.

Fue un acontecimiento colosal en Francia –reflejado muy bien por François Truffaut en su película de 1969– que cuestionó la idea del «buen salvaje» y que Boyle presenta así: «¿Nacía el hombre como una tábula rasa, inculto y sin ideas, listo para que las sociedad escribiera en él sus normas, susceptible de ser educado, mejorable? ¿O, por el contrario, era la sociedad una influencia corruptora, como suponía Rousseau, antes bien que la base fundamental de todas las cosas, buenas y malas?» (pág. 61).

Pero, más allá de los detalles reales de aquel caso, hay que fijarse en la dedicación del joven médico Itard, que estudia y educa al muchacho sin descanso para contestar a esa pregunta hasta que no puede más. Ése y el resto de los personajes –como el ama de llaves–, magistralmente desarrollados por Boyle, nos regalan una historia tristísima, conmovedora, inolvidable.

Publicado en La Razón, 2-II-2012