Domingo por la mañana en el Salón del Cómic de Barcelona, tal vez treinta
años desde que fuera por primera vez, también en el área de las ferias de la
Plaza España. Luego el evento cambió de lugar, y se trasladó a la Estación de
Francia. En ambos sitios, con un par de décadas de diferencia, pedí a Carlos
Giménez, no recuerdo en qué fechas, que me firmara dos de sus álbumes, con la
emoción de ese momento segundo reviviendo el momento primero, a su vez lleno de
la emoción por estar frente a uno de mis ídolos. Este domingo último, pues, de
nuevo entre stands donde ya no es el tebeo el protagonista absoluto (años
atrás, el manga empezó a ocuparlo todo, hasta que reservaron una celebración
solo para ese género). Productos de mercadotecnia de Star Wars, chicas disfrazadas de colegialas con sabor nipón, chicos
con caretas, DVD’s en oferta, la promoción gigantesca de una película de un
joven cómico inglés… El palacio 8 en el que se ha preparado el salón es
desangelado, viejo, inmenso. Paseo por los pasillos curioseando, en busca
paciente de la novela gráfica Dublinés,
de Alfonso Zapico, sobre la vida de James Joyce. Todo es agradable, entrañable,
friki. A los autores que firman sus obras no los conozco, pero hay mil libros
que me llevaría a casa: veo algunos de Quino que no tengo, veo todos los que
tengo de Miguel Brieva, colecciones de los grandes dibujantes francobelgas que
conservo desde niño y que siguen abarrotando mesas. Hay otra vida en la que tendría
que haberme dedicado a dibujar, pero esa vida pasó, como tantas otras paralelas
a la nuestra actual, y jamás sabremos si estamos en la adecuada, o si la
adecuada es aquella que dejamos en la encrucijada de las decisiones.