Paisaje lunar en Islandia
«Tarde en la vida, descubro que he estado siempre bajo un
chaparrón de metáforas», afirmó Ray Bradbury (nacido en un pueblo de Illinois
en 1920) en la nota final a uno de sus últimos libros, «Algo más en el equipaje». De tal modo que, como advirtió, «el
noventa y nueve por ciento de mis cuentos eran pura imagen, influidos por el
cine, las tiras cómicas dominicales, la poesía, los ensayos y las detonaciones
de Oz, Tarzán, Julio Verne, el faraón Tutankamón y sus correspondientes
ilustraciones».
Esa vida literaria empezó con «Carnaval oscuro» (1947) y partió de la
única premisa de que el único fracaso consiste en detenerse, en abandonar. Así,
declarándose un escritor apasionado y no intelectual, Bradbury supo contagiar
entusiasmo por una labor en la que la relajación y el inconsciente son
esenciales, como afirma en «Zen en el
arte de escribir» (2002): «Uno tiene que mantenerse borracho de
escritura para que la realidad no lo destruya». Escribiendo, pues, otro tipo de
realidades, las fantásticas.
En la introducción a otro de sus últimos
volúmenes, «El maravilloso traje de
color vainilla», que incluye tres obras teatrales, da una definición de
su género predilecto: «La ciencia ficción es lo que le ocurrió a la magia
cuando pasó por las manos de los alquimistas y se convirtió en historia
futura». Y es que de niño, su fantasía se avivó gracias a la revista «Amazing Stories», pionera en lo que
se dio en llamar «science-fiction».
Pero a Bradbury no le sería fácil consagrarse a ella: sin dinero para ir a la
universidad, en 1938, tendría que vender periódicos en la calle durante tres
años. Mientras, pasaba el tiempo libre en la biblioteca de Los Ángeles, ciudad
a la que su familia se había trasladado cuatro años antes.
Pero Bradbury persistió en su vocación.
En junio de 1949 tardó cuatro días en atravesar los Estados Unidos en autobús
para buscar editoriales en Nueva York. Todos pedían una novela, pero le
sugirieron que formara un libro de carácter unitario con los textos sobre la
conquista de Marte que había ido publicando sueltos. De la Gran Manzana,
Bradbury volvería con dos contratos: el de aquella conquista fantasmagórica del espacio y del planeta rojo,
ambientada en 1999 y titulada «Crónicas marcianas», y el de otra reunión
de cuentos, «El hombre ilustrado».
El año 1950 sería el de la concepción de «El bombero», primer borrador de «Fahrenheit 451» que Bradbury escribiría en nueve días a todo gas
alquilando una máquina de escribir en la sala de mecanografía de la biblioteca
de la Universidad de California.
El argumento de la novela era el
siguiente: la lectura está prohibida en un futuro indefinido, y los bomberos se
encargan de eliminar todos los libros. El poder político quiere igualar así a
todos los ciudadanos para que obedezcan sin pensar por sí mismos,
teledirigiéndolos mediante pantallas instaladas por doquier. Una historia que
tratase la censura en tiempos de McCarthy, quien ordenó la retirada de ciertos
libros de las bibliotecas por «corruptos», no iba a ser fácil que viera la luz.
El libro fue acumulando
rechazos hasta que apareció el editor de «Playboy», y allí, entre chicas desnudas y las llamas de los
libros prohibidos, emergería su gran carrera literaria, su puesta en marcha de
imágenes llevadas a un chaparrón de metáforas.
Publicado en La Razón, 7-VI-2012