Crónica de observaciones viajeras, ensayo literario, anecdotario sobre célebres
personalidades de las artes, las letras, la historia y la política. Todo esto
queda reunido en Cementerios. Historias
de lamentos y de locuras (editorial Adriana Hidalgo), del italiano Giuseppe
Marcenaro (Génova, 1952), un crítico de arte y escritor –especialista en
Montale, Valéry, Leopardi y Stendhal, entre otros– cuyos libros son una
invitación al viaje literario por espacios y tiempos que se superponen y llevan
al hoy desde el ayer, al pasado desde el presente. En el caso de este volumen,
tal relación no puede ser más estrecha: Marcenaro acude a un cementerio y una lápida,
una tumba, un epitafio es en realidad la excusa para penetrar en las vidas de
los autores que más le interesan, por lo que el libro, con su red de artículos
de corte biográfico, constituye una forma de abordar la vida desde el lugar
donde están enterrados los que ya se despidieron de ella.
Marcenaro estaría de acuerdo con lo que explicaba el holandés Cees
Nooteboom en Tumbas de poetas y
pensadores (Siruela, 2007): “La mayoría de los muertos callan. Ya no dicen nada.
Literalmente, ya lo han dicho todo. Pero no sucede así con los poetas. Los
poetas siguen hablando”. Esa paradoja de la muerte vivificada por la perpetua
voz del creador alimenta el deseo de Marcenaro a la hora de ir en pos, por
ejemplo, del lugar donde esta enterrado Arthur Rimbaud (en su localidad natal de
Charleville) o Robert Louis Stevenson (en un monte inaccesible de la lejanísima
isla de Samoa). En ninguno de los libros hay nada de necrófilo, sino de delicado
homenaje a aquellos que han hecho pervivir su canto poético a través del
tiempo.
En el de Nooteboom –con el apoyo de 135 fotografías de Simone Sassen–, se establece
muy bien nuestra relación con los muertos ya desde el prólogo: “Cuando se trata
de tumbas, todo es irracional. Llevamos flores a nadie, arrancamos los
hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin
embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la
idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella.
Pues eso es lo que queremos; queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos
que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos”. En el de
Marcerano, vemos cómo el visitante se presenta frente al nicho, lo describe,
analiza que lo rodea e incluso aborda la historia del cementerio para entender
qué muertos descansan en él. No en vano, como sucede en El Cairo, el camposanto
ha acabado por llamarse Ciudad de los Muertos, pues "ha devenido sitio
natural de refugio" para las gentes miserables que no pueden vivir en la
caótica urbe egipcia: "Unos trescientos mil, como insectos enloquecidos,
han ocupado con rapidez las casitas construidas originalmente para albergar a
los peregrinos y a los guardianes de los grandes mausoleos. También han ocupado
las tumbas. Cocinan, fornican y duermen en los elegantes nichos de los grandes
visires. Ante el hecho consumado, el Estado ha proveído electricidad, ha
asfaltado las terrosas calles y abierto escuelas en las antiguas tumbas".
Esta y otras muchas curiosidades, rigurosamente documentadas, empapan un
libro donde lo mortuorio aparece como modo de comprender lo vitalista: las
amantes y admiradores de Bertolt Brecht están reposando cerca de este, enfrente
de Hegel, por cierto, en el berlinés Dorotheen-Friedhof; el suicida Maiakovski
se encuentra en Novodieviche, "el cementerio de los escritores, los músicos
y los personajes de la política". Allí están Chéjov, Gogol, Bulgákov. Mucho
más al sur, en Portbou, fue arrojado Walter Benjamin a una fosa común. No muy
lejos, vemos a Shelley en Roma. Al otro lado del Atlántico, Poe es visitado en
su tumba por un desconocido que en cada aniversario le lleva flores y
bourbon...
Otro apartado lo formarían aquellas tumbas que explican pedazos de historia y política. Marcenaro visita el mausoleo de la Plaza Roja y lo que
ocurrió con el cadáver de Stalin. También sigue la huella de los restos de
Napoleón en Les Invalides (se cuenta cómo se trasladó de la isla de Santa Elena
a Francia y de algunos de sus miembros, como su pene, que acabaron siendo
reliquias subastadas), los de Marx en Londres y los de Rasputin en San
Petersburgo. Y también mención aparte merecerían los cementerios que son en sí
mismos lugares monumentales y simbólicos, como el Cementerio de las Trescientas Sesenta y Seis Fosas de Nápoles, que componen "un formidable calendario fúnebre,
en forma de criptografía astronómica", y el de Recoleta, en Buenos Aires,
delante de rascacielos que dan una rara perspectiva: "Desde el inmóvil más
allá se tiene una vista del frenético más acá".
Pero, si se habla de camposantos, ninguno como el que esta en París,
"la única ciudad del mundo donde aún se puede morir de hambre y ser
enterrado en un cementerio entre gente ilustre": Père-Lachaise. Según
Marcenaro, presenta tres rasgos preponderantes: es histórico, insólito e
incluso erótico. Lo histórico es una obviedad, dice, por haber “aquí personajes
de la historia”; es insólito porque “está repleto de extrañezas inventadas por
los vivos para mimar a los muertos; y le resulta sensual al percibir “la petite mort repasada en la protectora
quietud de una complaciente cripta”. Así, el centro de la ciudad del amor, la
más fascinante del globo, es su cementerio, dije el autor, "por lo tanto
el mundo tendría su punto geodésico en un cementerio". Eros y Tanatos;
dicho de otro modo, lo que rige el día a día hasta que nos llegue el último.
Publicado en la revista Clarín (núm. 99, mayo-junio)