Tengo el mismo nivel de islandés
que el bebé que en estos momentos está naciendo en Reikiavik, pero tarareo con
imaginativa literalidad esta canción de Sigur Rós, la que me ha calado más hondo, y que fue la segunda que el grupo
interpretó el sábado pasado. Fue en una sala adyacente al Palau Sant Jordi; una
especie de pabellón de baloncesto en el que, en el fondo, más allá de la
marabunta negra de gente, apenas se divisiba a los componentes de la banda, una
decena creí ver. La lejanía, más la oscuridad imperante y las imágenes que se
proyectaban sobre una gran pantalla o cortina, acabaron de ambientar esa música
surgida de algo más que de unos instrumentos muy particulares o de la voz del
cantante, un castrati del siglo XXI, un intérprete que se balancea entre lo
rockero y lo operístico, entre la balada y el metal, entre lo onírico y el
ruido urbano. Inclasificable Sigur Rós, impresionante el final de la actuación,
al cabo de dos horas, un cierre apoteósico con una de sus canciones más
conocidas, diez, quince minutos de música atronadora, de tensión máxima, de
belleza enloquecedora. Uno de los momentos auditivos más memorables que he
tenido la ocasión de experimentar, tanto en vivo como en grabación. Porque
escucharles es de verdad una experiencia para los sentidos: su música es paz,
niñez, grito de desahogo y desesperación, cántico a la hermosura, aire y fuego.