Un amor adolescente, por parte de un chaval de trece años que despierta
a la sexualidad, obsesionado por una joven bibliotecaria, da pie a esta obra de
John Irving tan asentada en diversos guiños autobiográficos. “Personas como yo”
constituye una autoobservación del propio autor, que ha puesto en paralelo a un
protagonista, William, que recuerda su peculiar familia, sus amores bisexuales
y apetencias culturales desde los años cincuenta hasta casi la actualidad. Ese
es el aliciente y la debilidad del texto: no estamos ante un Irving que encaja
sus ingredientes predilectos –las relaciones interpersonales, el sexo, las
lecturas literarias– con tanta habilidad como, por ejemplo, en la memorable
“Una mujer difícil” (1998), sino ante un Irving que busca un texto de
entretenimiento que, con esos mismos elementos, flaquea de continuo por darle
vueltas a las mismas situaciones de forma redundante.
Precisamente, el recurso a sus experiencias vitales resulta limitante:
infancia en un pequeño pueblo con parientes profesores, temprano interés por el
teatro y Dickens, dedicación al deporte de la lucha, viaje a Viena para
estudiar y escribir… Incluso William, también escritor, empieza a publicar como
el propio Irving, hacia el año 1970, un par de novelas sobre “identidades sexuales
conflictivas”. Ya que es la atracción que siente hacia la señorita Frost, en la
biblioteca, o el “amor prohibido” hacia el robusto Kittredge, más el gusto por
el travestismo, lo más llamativo de una novela –traducida por Carlos Milla–que
abusa de las cursivas para enfatizar palabras tanto en los diálogos como en la
narración en primera persona del protagonista; éste habla desde la vejez, pero
su discurso es conocido: es el universo habitual de Irving, que se empeña en
plagiar sus años y sus libros.
Publicado en La Razón, 7-III-2013