“¿Encontraría a la Maga?” En 1963, esta frase
inicial de una novela que cambió moldes cautivó a una cantidad de lectores
inesperada por parte del propio autor, que desde el primer momento consideró
que su “Rayuela” atraería a gentes de su misma generación. Para su sorpresa,
fueron los jóvenes los que reaccionaron con fervor ante ese largo libro,
difícil, denso, travieso, de aplastante originalidad, compuesto por dos
extensas partes, “Del lado de allá” (entiéndase, París) y “Del lado de acá”
(Buenos Aires), y una sección final, consistente en unos cien textos más,
titulada “De otros lados (capítulos prescindibles)”. Y todo con un “Tablero de
dirección” previo en el que Julio Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984)
aseguraba: «A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo dos
libros. El lector queda invitado “a elegir” una de las dos posibilidades
siguientes». Y entonces explicaba los dos modos de abordar la lectura: uno
corriente, lineal, y el otro con un orden sugerido, como si se saltara de
cuadro a cuadro en una rayuela.
Con motivo de esta efeméride, la editorial
Alfaguara publicará en breve una edición conmemorativa de la obra, con un apéndice del propio escritor, y el
volumen “Cortázar en Berkeley” (una compilación de sus discursos en esta
universidad californiana en 1980). Por supuesto, se preparan muchos homenajes, el
más simbólico el que se celebrará en Buenos Aires: la Plaza del Lector, donde
se ubica la Biblioteca Nacional y el Museo del Libro y de la Lengua, recibirá
el nombre de “Rayuela”; y en París, el Instituto Cervantes le dedicará, a
partir del 14 de mayo, la
exposición “Rayuela. El París de Cortázar”. En esta ciudad moriría el autor
argentino, a los setenta años de edad; se había establecido en ella a inicios
de los cincuenta, y dedicaría seis años a la escritura de la novela en una
época de gran pobreza pero también de enorme creatividad y felicidad.
El hecho de que el protagonista, Horario Oliveira,
busque a esa mujer enigmática a la que ni siquiera podrá olvidar una vez esté
de regreso en su Argentina natal, implica recorrer las calles de París de forma
pormenorizada. De hecho, Andrés Amorós, en su edición crítica de “Rayuela”
(Cátedra, 1984), incorporó un callejero de la ciudad para que el lector pudiera
seguir a los personajes, además de cientos de notas a pie de página para
contextualizar las referencias literarias, urbanas y jazzísticas que abundan a
lo largo de sus más de seiscientas páginas. Pues, «Si hay una falla en “Rayuela”, es que se desenvuelve en gran parte
en un nivel intelectual de difícil acceso al lector común. Su erudición, aunque
ingeniosa y ágil, intimida», escribe Luis Harss en “Los nuestros” (Alfaguara,
2012), reedición de un trabajo suyo de 1966 dedicado a los diez autores
latinoamericanos más significativos de hace cinco décadas (Fuentes, García Márquez,
Vargas Llosa, Borges, Asturias, Guimaraes Rosa, Onetti, Rulfo y Cortázar).
En él, Harss presenta a un “Cortázar, brillante,
minucioso, provocativo, adelantándose a todos sus contemporáneos
latinoamericanos en el riesgo y la innovación. Cortázar nos ha dado mucho que pensar”.
Aún hoy, desde luego. Días atrás, Casa América organizó una mesa redonda
titulada «“Rayuela” a los 50 años. Celebración de un libro mítico», y el viejo
amigo del escritor Julio Ortega –catedrático de Literatura
Latinoamericana de la Universidad de Brown–
dictó una conferencia en la Universidad de Alicante en la que habló de “una
obra innovadora” aún que cada generación interpreta a su manera. El hecho de
que la novela sea algo así como un “collage”, una propuesta literaria
multiforme, abierta, sugiere lecturas siempre renovadas. El crítico peruano,
desde que leyó la obra a los veinte años, ya entendió cómo Cortázar fue
rompiendo tabús e incorporando a la narrativa asuntos variados sin tapujos: la
sexualidad, el lenguaje poético y la poética urbana, la cultura popular
mezclada con la erudición y, muy especialmente, el humor.
Todo este alarde de originalidad siguió a otra obra
inclasificable, “Historias de cronopios y de famas” (1962). Es entonces cuando,
según Harss, “Cortázar pareció clausurar una etapa de su obra” y, con “Rayuela”,
«una “antinovela” explosiva que es una agresión, que arremete contra la
dialéctica vacía de la civilización occidental y la tradición racionalista»,
mostró al mundo literario una forma de escribir “ambiciosa e intrépida” hasta
lograr “un manifiesto filosófico, una rebelión contra el lenguaje literario y
la crónica de una extraordinaria aventura espiritual”. La obra, cabe decir, se
iba a titular “Mandala”, ya que, como dice el propio Cortázar: “Cuando pensé el
libro, estaba obsesionado con la idea del mandala, en parte porque había estado
leyendo muchas obras de antropología y sobre todo de religión tibetana. Además,
había visitado la India, donde pude ver cantidad de mandalas indios y
japoneses”.
Sin embargo, Cortázar pensó que se trataba más bien
de un título solemne, y si por algo se caracterizó el autor de “La vuelta al
día en ochenta mundos” y “Los autonautas de la cosmopista”, fue por concebir la
literatura como algo lúdico, alejado de la seriedad académica y tradicional.
Así: “«En “Rayuela”, la broma, el chiste y la burla son no sólo condimentos
sino parte de la dinámica de la obra misma. Con ellos Cortázar construye
escenas enteras. Nos prepara una sorpresa y un chasco en cada página (…) todos
los recursos del arte cómico se suceden en su obra con un virtuosismo
deslumbrante», dice Harss. Y en efecto, todo es juego, sonrisa, divertimento en
Cortázar. No en vano se formó de joven leyendo a los surrealistas (la mayoría
de su biblioteca estaba formada por volúmenes en francés) para acabar
comprendiendo que la mejor manera de buscar la verdad y la gravedad de la vida era
mediante el filtro humorístico.
Ello tanto en lo literario como en el plano
autobiográfico. Según reseña el estudioso chileno, «Cortázar sugiere que el
humor ha sido también una especie de mecanismo de autodefensa en etapas “surrealistas”
de su vida personal. Recuerda los años angustiosos de los cuarenta cuando la
realidad argentina se le había convertido en una interminable pesadilla». El
régimen peronista lo hartaría hasta llevarle a la emigración parisina. Sería su
gran salto de rayuela.
Publicado en LaRazón, 5-V-2013