La vida juvenil de Ernst Jünger, su ardor guerrero e
imán hacia todo lo que significara peligro y aventura, dio para muchas páginas
enmarcadas en novelas y ensayos, para casi cien años de recuerdos
autobiográficos. En la novela “Juegos africanos”, publicada cuando su
reputación ya era considerable en la Alemania prenazi (1936), recordaba su
alistamiento secreto en la Legión Extranjera francesa, a los diecisiete años,
mediante un “alter ego” que describía con minuciosidad las miserias de los
soldados destinados en Argelia. A esta experiencia, idealizada por cuanto
Jünger quiso muy pronto escapar de su realidad burguesa familiar que le
incomodaba sobremanera y también de los estudios, le seguiría enseguida la de
la Gran Guerra, que a su vez le inspiraría la redacción de «Tempestades de
acero» (1920).
Estamos, pues, ante un Jünger que concibe sus
primeros libros con la exaltación de lo bélico como sacrificio personal en pos
de liberarse de las ataduras sociales. De tal modo que si en el volumen antes
referido, «África encarnaba la naturaleza salvaje, virgen e infranqueable y por
consiguiente un territorio donde el encuentro con lo extraordinario e
inesperado era harto probable», un lugar donde vivir sin afán de lucro y que se
relacionaba con la libertad simbólica del ser humano, este “Diario de guerra”,
inédito hasta el año 2010, será el culmen de semejante busca de un destino tan
imprevisible como trágico. De hecho, «es un milagro que Jünger sobreviviera a
los muchos y duros fuegos de tambor, a los continuos tiros de dispersión y a
los disparos dirigidos contra él personalmente, y todo ello sin quedar
mutilado», apunta Helmuth Kiesel, responsable de esta edición magnífica,
traducida por Carmen Gauger.
Diez millones de soldados y civiles muertos en toda
la Primera Guerra Mundial (dos millones de alemanes). Una media de edad de los
caídos de diecinueve años y medio. Y sin embargo, Jünger, aun padeciendo
catorce impactos de fusiles y granadas que le provocaron veinte cicatrices, se
mantuvo con vida –como ocurrirá también en su paso como oficial en la Segunda
Guerra– y le harían merecedor de la Medalla de Oro de Sufrimientos por la
Patria. Este diario, extraído de quince pequeñas libretas de apuntes que Jünger
conservó sin intención de publicar, sería donado por él mismo en 1995 al
Archivo de Literatura Alemana de Marbach, y serviría como material de estudio
académico sobre todo. Ahora, constituye públicamente un documento excepcional
para conocer por dentro las trincheras de guerra. “Escribo esto en un hoyo”,
dice el joven soldado cinco días después de llegar al frente, mientras a su
alrededor silban los proyectiles y pronto caerán compañeros.
Es sorprendente ver cómo a este Jünger de veintitrés
años le resulta indiferente la posibilidad de morir y ver morir. “En realidad,
la guerra me parecía más horrible de lo que en realidad es”, asegura al
comienzo, cuando tiene claro que “al que ha de tocarle, le toca”. Al final del
día, con gran disciplina, va escribiendo mil y un movimientos: órdenes de los
superiores, desplazamientos, muertes escalofriantes de muchachos en la flor de
la vida, entretenimientos varios… Todo con un tono informativo y frío,
funcional y sobrio. Así durante tres años y nueve meses, sin lamentarse por las
balas recibidas; todo lo contrario, casi celebrándolas: “Hoy hace un año de mi
herida. Veo aún cómo avanzábamos por aquella funesta zona del bosque, cómo nos
salieron al encuentro hombres chorreando sangre, destrozados”, escribe el 25 de
abril de 1916, y ni eso le desalienta: “Pero pese a todo eso quiero otra vez el
choque con el enemigo, cueste lo que cueste”.
Este masoquismo, por así decirlo, contrasta con otra
actividad, delicada, que desarrolló Jünger en aquel tiempo: la visión y
recogida de fauna y flora. Es esto lo que sí despierta en él palabras admirativas
y emocionadas, pues no en vano, tras la guerra, iniciaría estudios de zoología:
“Durante los dos últimos días, he recogido celosamente escarabajos. Esto es
maravilloso. Toda la 1120 está cubierta de setos de espinos blancos, en los que
hay un número infinito de flores”. Kiesel, incluso, incluye un apéndice en el
que, junto con comentarios y notas al diario, conocemos el “Libro de
coleópteros” que Jünger fue preparando a raíz de sus hallazgos en la zona donde
estaba destinado. Desarrollaba así una afición de niño, la única cosa que lo
ató a su padre, a su familia, antes de huir para guerrear, para sentir en carne
propia el riesgo de poder morir en cualquier instante.
Publicado
en La Razón, 23-V-2013