En 1953, J. R. R. Tolkien pronunció una conferencia en la Universidad de
Glasgow sobre el poema “Sir Gawain y el Caballero Verde” (de finales del siglo
XIV); en ella, abordaba una aventura acaecida en un escenario artúrico donde el
sacrificio y la lealtad alcanzaban cotas máximas. El pretexto para tal cosa era
la amenaza del llamado Caballero Verde, que desafiaba a quien tuviera a bien
enfrentarse a él. Gawain, sobrino del famoso rey de Camelot, será quien
aceptará el reto: “Su motivo es humilde: proteger a Arturo –su pariente mayor,
su rey, cabeza de la Tabla Redonda– del ultraje y el peligro; y a cambio corre
el riesgo el mismo, el menor de los caballeros (como declara), y aquel cuya
pérdida podría ser soportada más fácilmente”.
Como se aprecia en el romance, en estas palabras de Tolkien, la Corte de
Arturo y la mesa que presidía junto a su bella esposa Ginebra eran objeto de
absoluta veneración. Distintos autores de la Alta Edad Media idealizarían la
generosidad y buen juicio del personaje, convirtiéndolo además, como explica
Carlos García Gual en su “Diccionario de mitos”, en símbolo de la resistencia
de los británicos frente a los sajones invasores a finales del siglo V y
comienzos del VI. Arturo surgiría por vez primera en un texto en la novena
centuria, la “Historia Britonum” de Nennio, y su genio se asentaría en la obra
en prosa latina “Historia Regum Britanniae” de Geoffrey de Monmouth (siglo XII).
Luego sus conquistas militares serían recogidas por otros poetas y hasta los
reyes recuperarían ante la plebe su ejemplo, como Enrique II, con el fin de
prestigiar la monarquía.
Con todo, es la literatura trovadoresca, con sus valores de refinamiento
y valentía, la que da a Arturo su leyenda inmortal; en los relatos del francés
Chrétien de Troyes es el perfecto señor cortés, y así, poco a poco, su figura cobrará
el perfil de un semidiós, y alrededor de él todo será fantástico: su amistad
con el mago Merlín, quien le conduce a la mansión de las hadas, de donde se
decía que regresaría para libertar a su pueblo; su fabulosa espada Excalibur;
la búsqueda del Santo Grial… Pero vendrá una parte oscura: Ginebra lo engañará
con Lanzarote, y Arturo se verá abocado a batallas destinadas al fracaso. Una
decadencia narrada en la epopeya “La muerte de Arturo”, que escribiera, supuestamente
desde la cárcel, sir Thomas Malory, un caballero de vida atribulada, y se
imprimiría en 1485.
Esta extensísima obra es la que definitivamente sirve de información e
inspiración para un sinfín de poemas y novelas modernos. Sobre todo, en la literatura
inglesa a partir del siglo XIX –antes apenas sale citado en “El Quijote” y
“Tirant Lo Blanc”–, como en el caso de Walter Scott y Alfred Tennyson. Este
último da voz al sabio monarca en los versos de “Morte d’Arthur”. En España,
escritores como el gallego Álvaro Cunqueiro (“Merlín y familia y otras
historias”) y el catalán Joan Perucho (“Libro de caballerías”) retomarían lo
artúrico para sus propias obras. Camelot pasaba a ser un lugar deseable de
conocer. Algo en lo que también pondría el acento John Steinbeck mediante “Los
hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros” (1976) y, sobre todo, mucho
antes, el Mark Twain del inolvidable viaje en el tiempo “Un yanqui en la corte
del rey Arturo”, novela de aventuras y sátira y crítica social al mismo tiempo
al recrear “despiadadas leyes y costumbres” de los reyes de entonces. Ejemplo
mayúsculo de cómo la vida del siglo VI podía servir para señalar lo mejor y lo
peor, ayer y hoy, de la naturaleza humana.
Como se aprecia en el romance, en estas palabras de Tolkien, la Corte de Arturo y la mesa que presidía junto a su bella esposa Ginebra eran objeto de absoluta veneración. Distintos autores de la Alta Edad Media idealizarían la generosidad y buen juicio del personaje, convirtiéndolo además, como explica Carlos García Gual en su “Diccionario de mitos”, en símbolo de la resistencia de los británicos frente a los sajones invasores a finales del siglo V y comienzos del VI. Arturo surgiría por vez primera en un texto en la novena centuria, la “Historia Britonum” de Nennio, y su genio se asentaría en la obra en prosa latina “Historia Regum Britanniae” de Geoffrey de Monmouth (siglo XII). Luego sus conquistas militares serían recogidas por otros poetas y hasta los reyes recuperarían ante la plebe su ejemplo, como Enrique II, con el fin de prestigiar la monarquía.
Con todo, es la literatura trovadoresca, con sus valores de refinamiento y valentía, la que da a Arturo su leyenda inmortal; en los relatos del francés Chrétien de Troyes es el perfecto señor cortés, y así, poco a poco, su figura cobrará el perfil de un semidiós, y alrededor de él todo será fantástico: su amistad con el mago Merlín, quien le conduce a la mansión de las hadas, de donde se decía que regresaría para libertar a su pueblo; su fabulosa espada Excalibur; la búsqueda del Santo Grial… Pero vendrá una parte oscura: Ginebra lo engañará con Lanzarote, y Arturo se verá abocado a batallas destinadas al fracaso. Una decadencia narrada en la epopeya “La muerte de Arturo”, que escribiera, supuestamente desde la cárcel, sir Thomas Malory, un caballero de vida atribulada, y se imprimiría en 1485.
Esta extensísima obra es la que definitivamente sirve de información e inspiración para un sinfín de poemas y novelas modernos. Sobre todo, en la literatura inglesa a partir del siglo XIX –antes apenas sale citado en “El Quijote” y “Tirant Lo Blanc”–, como en el caso de Walter Scott y Alfred Tennyson. Este último da voz al sabio monarca en los versos de “Morte d’Arthur”. En España, escritores como el gallego Álvaro Cunqueiro (“Merlín y familia y otras historias”) y el catalán Joan Perucho (“Libro de caballerías”) retomarían lo artúrico para sus propias obras. Camelot pasaba a ser un lugar deseable de conocer. Algo en lo que también pondría el acento John Steinbeck mediante “Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros” (1976) y, sobre todo, mucho antes, el Mark Twain del inolvidable viaje en el tiempo “Un yanqui en la corte del rey Arturo”, novela de aventuras y sátira y crítica social al mismo tiempo al recrear “despiadadas leyes y costumbres” de los reyes de entonces. Ejemplo mayúsculo de cómo la vida del siglo VI podía servir para señalar lo mejor y lo peor, ayer y hoy, de la naturaleza humana.
Publicado en La Razón, 2-VI-2013