El tribunal del tiempo ha dictado
justicia poética con John Fante, que, tras su desaparición a los setenta y
siete años, ciego, enfermo de diabetes y con las piernas amputadas tras una
existencia alcoholizada y autodestructiva, ha recibido un tratamiento que,
definitivamente, lo ha sacado de la marginalidad editorial hasta hacer de él lo
que se da en llamar un autor de culto. Fante no tiene nada que envidiar a
ningún escritor norteamericano del siglo XX, y «El vino de la juventud»,
primera oportunidad para el lector en español de conocer su narrativa corta,
corrobora tal afirmación.
La edición
original es de 1985, y en ella se reunían, dos años después de la muerte de
Fante, los trece cuentos que había publicado en 1940 bajo el título de «Dago
Red», más siete relatos sueltos. Fante ya había debutado como novelista con
«Espera a la primavera, Bandini» (1938), donde narraba la infancia del
personaje tratando de escapar de la pobreza, de su padre y del entorno
religioso de su pueblo natal; le seguiría al año siguiente «Pregúntale al
polvo», su obra más emblemática, reeditada en 1980 gracias a la insistencia de
Charles Bukowski, en la que el joven Arturo Bandini, de padres italianos
establecidos en Colorado, malvivía en una pensión de Los Ángeles intentando
convertirse en escritor. Como había hecho su creador.
El espíritu de
estas dos obras se percibe en estos relatos en los que se evocan situaciones
que comparten escenarios similares: la mirada de un niño, en medio de una
familia compuesta de emigrantes italianos en Denver. El padre suele trabajar en
la construcción («Albañil en la nieve»); el hijo quiere ser estrella del
béisbol («En primavera») o evitar el estrés que le suponen las obligaciones
eclesiásticas («Monaguillo»); la esposa es la sumisa que obedece al hombre que
trae el dinero a casa e impone su autoridad («La canción tonta de mi madre»).
Son escenas de un realismo e intensidad inigualables, en los que se mezcla lo
cómico y lo dramático, ya sea en el cuento en que el patriarca pretende
encontrarle pareja a un amigo («Una esposa para Dino Rossi»), ya sea en el que
la familia reacciona ante la muerte de un primo («Uno de los nuestros»), o en
aquel donde se recrean las humillantes calificaciones por ser un inmigrante
(«La odisea de un macarroni»).
El estilo de
Fante es el propio del que está acostumbrado a escribir frases que siempre han
de ser relevantes para que la gran pantalla cuente una historia en noventa
minutos. Ciertamente, el colega de póquer y bebida de William Saroyan y
Faulkner, de Nathaniel West y Scott Fitzgerald en aquellos tiempos en los que
tantos escritores de talento se trasladaron a los estudios de Hollywood para
ganar mucho dinero, desarrolló una carrera como guionista que, en su caso, le
provocaría un gran remordimiento de conciencia por dejar de lado su arte
literario. Su hijo Dan Fante (Los Ángeles, 1944) enfatiza eso en sus dos
novelas publicadas en España, tan divertidas como decadentes, «Chump Change»
–donde cuenta de forma tragicómica su vuelta a casa para presenciar los últimos
días de su padre, llamado aquí Johnathan Dante– y «Mooch», además de en sus extraordinarias
memorias, «Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia».
En la primera obra citada, gracias a su
álter ego Bruno Dante, conocemos al hijo rebelde que huyó de Los Ángeles muy
joven para irse a Nueva York, poniendo distancia entre su padre y el hogar
dominado por ese hombre que, según Dan/Bruno, no sacó nada bueno de su entrega
a los estudios de cine y vivió angustiado y angustiando a los demás. Un
«vejestorio amargado», derrochador e infiel; un desastre como padre que,
recordando a su vez el hijo que fue él, llevó esta relación paterno-filial a
unos cuentos tan duros como conmovedores.
Publicado en La Razón, 4-VII-2013