Cuenta el editor de Thomas Wolfe, Maxwell E. Perkins, que lo atendió como a un hijo pese a que antes de conocerle, en 1928, oyera de que se trataba, según sus propias palabras, de «un espíritu turbulento», que «Of time and the river» necesitó un trabajo de corrección al alimón seis días a la semana durante mucho tiempo. Como cualquier otra obra del autor de Asheville (Carolina del Norte), este texto constituyó para él toda una obsesión. Al publicarse, en 1935, la novela iba a ser bien recibida por los críticos, «pero muchos de ellos afirmaron que Wolfe sólo sabía escribir acerca de sí mismo, que no podía ver el mundo objetivamente, con desinterés, y que siempre era autobiográfico». Al escritor esos comentarios le afectaron notablemente: era un genio que se sentía incómodo con su capacidad torrencial para narrar la vida, que quería volcar su incertidumbre en un papel de forma compulsiva.
Wolfe, ante todo, fue un artista de la palabra, un romántico de muerte
precoz por neumonía, de incontinencia novelesca y espíritu solitario y
doloroso, tierno e insaciable. Un lector increíblemente voraz que debutó con
una novela innovadora, valiente, desconcertante:
«Look Homeward, Angel» (1929) –traducida al español como «El ángel que
nos mira»─ y que no tuvo la fortuna literaria de autores como Faulkner, que lo
consideraba el mejor narrador norteamericano de su tiempo, Fitzgerald o
Hemingway. Una injusticia que el tiempo no ha remediado del todo y que partió
del hecho de que a Wolfe se le acusó de no poder escribir sin la ayuda de su
editor y de esa tendencia a recurrir a la memoria personal que otros comentaristas
retomaron para al fin simplificarlo. Así, nuestros Martín de Riquer y José
María Valverde dijeron que Wolfe «quería ser una especie de Whitman de la prosa
–sin optimismo, concienzudo y trascendental–, pero se desangró escribiendo,
queriendo decirlo todo en un vasto río narrativo que siempre era
autobiográfico, aun cuando quería ponerse en otros personajes».
Y sin embargo, justo eso es lo maravilloso de la prosa de Wolfe. Tanto en
«El ángel que nos mira» ─en una nota «al lector»,
aquí defendía que «toda obra seria de ficción es autobiográfica»─, como
en sus dos bellísimas novelas cortas «El niño perdido» y «Una puerta que no
encontré», traducidas al español recientemente, tenemos a un narrador que saca
partido de sus connotaciones sentimentales: su pueblo natal, sus familiares y
vecinos, el afán por lo literario, por comprender el pasado desde el presente…
Y «Del tiempo y del río» es el culmen de esa literatura desde el corazón, el
recuerdo y el desconcierto por el paso de los días. En ella, su héroe Eugene
Gant personaliza «una leyenda sobre la ansiedad del hombre en su juventud»,
como reza el subtítulo, y pone en escena su iniciación hacia el Norte: un viaje
en tren a Boston, en paralelo con la pérdida del padre, y su llegada a Harvard para asistir a un curso de dramaturgia.
Ese trayecto hacia «el impetuoso, espléndido, extraño e
ignoto» Norte, en contraste con «el mundo lejano, perdido y solitario del Sur»,
es real y también metafórico, trascendente, pues durante el trayecto todo cobra
una dimensión superior. He aquí la poética narrativa de Wolfe: «Podía sentir,
gustar, oler, ver todo con una instantánea y sosegada intensidad, captar en una
visión fugaz la animación que le circundaba, fija en su mente para siempre», se
lee al comienzo. Y ése el quid: fijar en la memoria lo que se mira para luego
convertirlo en materia literaria. La vida, el tiempo, va quedando atrás como el
avance del tren; éste es el tiempo irrecuperable, al fin y al cabo el gran
misterio, acrecentado por la imposibilidad de hablar de él. Pues la narrativa
de Wolfe es el intento por verbalizar lo que desasosiega, alegra, asombra,
enloquece, y la corroboración de que falta lenguaje para tamaña empresa. Por eso
el autor rebusca en sus sensaciones en busca de expresar lo inexpresable y se
extiende en consonancia con su hambre y sed de entender lo que le rodea. Una
misión imposible, bella para hacer literatura, si bien tortuosa para avanzar en
el camino de la vida.
Publicado en La Razón,
22-VIII-2013