Un poema de José Emilio Pacheco dedicado a uno de sus colegas mexicanos
más insignes, “Imitación de Tu fu para Sergio Pitol”, dice algo que hoy, tras
su muerte, da cuenta más que nunca de qué tipo de hombre y escritor fue:
“Aprendimos que no se escribe en el vacío. / Somos el instrumento y la
consecuencia / de lo que está pasando tras la ventana de la calle”. Este
abanderamiento por el bien del compromiso social a través de la poesía es una
de sus mayores señas de identidad. Su amigo desde la juventud literaria, Carlos
Monsiváis, dijo que Pacheco “no duda: lo que importa es el diálogo entre
autores y lectores, la actitud democrática del yo poético”. Una actitud con la
que construyó una prosa y poesía perdurables por cuanto se preocupó por los
temas que jamás caducan; en palabras de Rosa Navarro, “por el paso del tiempo y
el destino de la existencia”.
Pacheco: poeta, como fue desde su debut con “Los elementos de la noche”
(1963), como será y es recordado, versificador íntimo y abierto a todos, poeta
modesto cercano para todo el mundo gracias a su uso de “los coloquialismos, los
prosaísmos, las alusiones al lenguaje de la publicidad, las citas irónicas, el
trasiego anacrónico de clichés, etc.”, como explica el estudioso de la
literatura hispanoamericana José Miguel Oviedo. De ahí que su muerte se haya
sentido como la pérdida en su país de un hombre entrañable, próximo, ya que en
las distancias cortas Pacheco era lo contrario al intelectual con presunciones
de importancia, sino que trataba con mayor consideración al escritor
principiante que al veterano consabido. No en vano, en una entrevista en 2009
afirmó que eran los jóvenes los verdaderos nativos, siendo los de su generación
los inmigrantes que venían de otra época, de otro mundo.
Pacheco: poeta, sí, pero también novelista: “Morirás lejos” (1967) y “Las
batallas en el desierto” (1981), pero también cuentista: “La sangre de la
medusa y otros textos marginales” (1990), y en ambos géneros no menor; la
crítica especializada lo catalogó entre la remesa de narradores del llamado
“post-boom”, en la línea literario-generacional de Alfredo Bryce Echenique,
Luis Rafael Sánchez, Antonio Skármeta, Eduardo Galeano, Ricardo Piglia... Un
novelista que se propuso además experimentar con las estructuras y técnicas
narrativas, que hizo prosa poética, que divulgó la cultura mexicana de los
siglos XIX y XX mediante todos los géneros y se interesó por todas las
literaturas.
Poeta y narrador, entonces, y también portaestandarte como jefe de
redacción y colaborador de varios suplementos y revistas mexicanos de gran
prestigio; sin ir más lejos, de “Letras Libres”, para la que inició unas
colaboraciones portentosas en 1999, empezando con un ensayo sobre T. S. Eliot
(había traducido sus “Cuatro cuartetos” a lo largo de más de quince años). Y es
que, como dijo Oviedo, Pacheco fue «uno de los más cabales –y también uno de
los últimos– “hommes de lettres” que existen hoy en nuestro continente». Tal
cosa quedó escrita en el año 2001, y qué podría decirse ahora, a quién podría
compararse el mexicano pues: “Es difícil pensar en algún género que no haya
cultivado, sin excluir la crítica literaria, el periodismo cultural y la
traducción, actividades que practica con un rigor y una intensidad que pocos
alcanzan».
Pacheco se interrogó incansablemente: por las huellas de la memoria y el
adiós de la infancia, por el estado de su nación, por cómo se puede trasladar a
la lengua castellana la mejor poesía de otras lenguas (siempre humilde, a sus
traducciones las llamó meras “aproximaciones”). Y por encima de todo, por cómo
el Tiempo hace evolucionar el recuerdo y los pocos anhelos que van quedando.
“Escribo unas palabras / y al minuto / ya dicen otra cosa / significan / una
intención distinta / son ya dóciles / al Carbono 14” (poema “Aceleración de la
historia”, del libro “No me preguntes cómo pasa el tiempo, del ya lejano 1969).
Siempre ingenioso Pacheco, en la escritura privada y en público. En una
actividad relacionada en Alcalá de Henares al recibir el premio Cervantes en el
año 2010, dijo que nuestro siglo XXI se resumía en dos títulos de Dickens y
Balzac: “Grandes esperanzas” y “Las ilusiones perdidas”. Esa frescura de
pensamiento, ese sarcasmo grácil y de síntesis contundente, se apagó este fin
de semana en México, y su legado, más allá de su obra, es una idea universal
que no habría que olvidar, concretada en el poema “Manifiesto”, que dice:
“Todos somos poetas / de transición / La poesía jamás / se queda inmóvil”.
Publicado
en La Razón, 28-I-2014