En una misma mesa, el estudioso despliega las obras
de dos colosos de la narrativa psicológica, de la psicología narrativa,
llamados Marcel Proust y Sigmund Freud, y deja que sus propios libros dialoguen
entre sí. Tienen mucho que contarse: en páginas de uno y otro hay
preocupaciones obsesivas comunes, dudas y elucubraciones semejantes,
indagaciones sobre lo que no se ve pero se intuye: siempre lo intangible y el
subconsciente, la limitada inteligencia frente a las infinitas intuiciones. Eso
habrá hecho Jean-Ives Tadié, tal vez el máximo experto en Proust a día de hoy:
ver cómo es posible interconectar distintos libros en una misma mesa del primer
tercio de siglo XX, localizando y explicando los mismos asuntos que tanto el
escritor francés como el psicoanalista austriaco desarrollaron en sus
respectivas obras.
A través de dieciocho breves capítulos
monotemáticos, Tadié habla de los sueños, de la memoria, de la niñez, de las
mujeres, de la homosexualidad, del amor, de los celos, de la muerte… «Los dos
hombres dirigieron la mirada hacia sí mismos, rompiendo con el pensamiento
tradicional: Freud con su autoanálisis, y Proust escribiendo, tras unos
titubeos que recuerdan a los de Freud, “En busca del tiempo perdido”, resultado
de la misma búsqueda interior», explica Tadié al comienzo de su trabajo,
retomando un preciado término proustiano para indicar cómo quiere “comprender
la consanguinidad de los espíritus”, los vasos comunicantes entre quien elevó
lo edípico a problema consustancial a los humanos y quien basó su narrativa en
los meandros de la memoria.
Freud ya está en nuestros genes sociales, en
nuestra cultura erudito-popular, y le va a la zaga Proust, constantemente de
actualidad literaria. Hace breves fechas, aparecía un conjunto de pasajes
proustianos, “El almuerzo en la hierba”, seleccionados por Jaime Fernández cuyo
estudio introductorio no tenía nada que envidiar al trabajo de Tadié. Libro que
se añadía a otros magníficos, como los de Juan Pedro Quiñonero también a modo
de selección de textos, la edición de la poesía completa del francés, o el
formidable “El abrigo de Proust” de Lorenza Foschini. Nunca ha sido tan fácil
disfrutar de un escritor que se atrevió a hablar con extremismo de las pasiones
humanas; por ello Tadié, basándose en los asuntos freudianos más importantes,
estudia “la concepción sádica de las relaciones sexuales” que sugiere Proust, o
su idea del amor.
Porque aquí está el quid de ambos autores: «En
Proust, el amor nunca es plenamente normal. Freud define una “conducta amorosa
plenamente normal” como la confluencia de dos corrientes, “la corriente tierna
y la corriente sensual”». Pero por ahí se cuela el mito de Edipo de Freud, los
celos de la persona amada, el sexo en cierta manera como dolor. Y para
complicar el mundo interior, instintivo, primario, inconsciente, el recuerdo
latente de la infancia y el impacto de los sueños se cuelan para
desconcertarnos. En el caso del Narrador de Proust, desde aquella primera frase
–«Durante mucho tiempo, me acosté temprano»–, que tenía un cierre coherente
tres mil páginas después, precedido de tres puntos suspensivos: «... en el
tiempo». Siete gruesos volúmenes que le ocuparon casi quince años de escritura
(de 1909 a
1922) en los que se mantuvo en busca del tiempo perdido. ¿Pero qué otra cosa
hizo Freud buscando el ayer emocional de cada paciente que se sentaba en su
diván a psicoanalizarse?
El paralelismo de Tadié es certero, afilado, exacto
al indicar cómo el “arte psicoanalista [es] un arte eminentemente literario”.
De modo que uno y otro se adentran en horizontes psicológicos parecidos, aunque
desde géneros diferentes. Y misteriosamente la lectura de uno ayuda a
comprender la escritura del otro: “Freud describe un estado relacionado con
esta pulsión del desarrollo del niño que resulta de gran importancia para
entender la obra (y la vida) de Proust. Los personajes de éste son
fundamentalmente “sensación, instinto, hábito” y reflejan cómo actúa las ideas
y percepciones más hondas. A ello se añade el hecho de que es el artista el que
se somete al inconsciente como ningún otro a través de sus propias
reminiscencias: las de Proust, “de tipo visual: la memoria olfativa, el tacto,
el equilibrio”, mientras que “Freud insiste en la importancia y la persistencia
de los recuerdos visuales”.
Ambos, con todo, registran en la infancia “la
principal fuente de alimentación de la memoria y de los sueños”, pero también
“el origen de todos los conflictos psicológicos”. Freud encontró, en sus
frecuentes y ávidas lecturas –“El Quijote”, Goethe, Shakespeare…–, material
para encarar sus investigaciones de la psique, de ahí que dijera, en palabras
de Tadié, que “a menudo la literatura precede a la ciencia y al psicoanálisis
en el conocimiento de los seres humanos y del mundo”. Pero es que además los
dos se alejaron de la psicología de su época, entendiendo la necesidad de
inventarse una psicología propia que diera coherencia a todo lo que guardaban
“olvidado, inconsciente, involuntario, ambivalente, censurado, prohibido”. Unas
concomitancias, todas ellas, que al autor de este ensayo le llevan a exclamar
la conjetura de un posible encuentro: “Los dos hombres, de haberse conocido,
¡habrían tenido tantas cosas que decirse!”. Y sin embargo, ninguno de los dos,
ni siquiera, leyó al otro.
Publicado en La Razón,
16-I-2014