Los artefactos
institucionales de la censura, cual Gran Hermano latente en periodos de faltas
de libertades de expresión, podían provocar dos cosas: por supuesto que el
órgano del poder competente decidiera eliminar alguna palabra, expresión o el
libro en su totalidad del autor de turno, o que este escribiera intimidado por
la fuerza de sus propias palabras, esto es, que se autocensurara. Camilo José
Cela siempre habló de manera despectiva de los censores, quitándoles
importancia hasta ningunearlos, aunque los sufriera; Blas de Otero transigió y vio
cómo sus poemarios eran retocados por manos ajenas y tiquismiquis, en un
contexto de poesía social que iría cobrando coraje y atrevimiento. El bilbaíno
tendría que publicar algunos libros en Puerto Rico o París; el gallego vería
«La colmena» en edición bonaerense. Hay mil ejemplos.
Muchos escritores
que vivieron la España franquista en un momento u otro reflexionaron sobre esta
a veces necesaria autocensura para que no sucediera la censura oficial, y cómo
eso derivó en estilos y decisiones literarias diferentes: Mercedes Salisachs,
J. M. Caballero Bonald, A. Buero Vallejo o Miguel Delibes debieron enfrentarse
a ello si querían publicar sin demasiados problemas; algunos de ellos hablaron
del inconsciente, el verdadero censor en tiempos de restricciones de lenguaje,
e incluso Delibes «mató» al Mario de su famosa obra, según él mismo «receloso
de la censura y por motivos estéticos, lo cual mejoró en mucho la novela». Es
más, según una encuesta de inicios de los setenta, se demostró que la
autocensura artística ya era el primer paso para la acción de la censura
estatal, una mandamás con mucha historia: en la España de los Siglos de Oro,
activísima, y en la Ilustración francesa que pretendió resumir el conocimiento
en una enciclopedia que se atacó desde los poderes. Pero Diderot, viejo zorro,
tenía la mejor respuesta para sacarle partido a la situación, cuando dijo:
«Libro prohibido, libro leído».
Publicado en La Razón, 7-II-2014