Hoffman, en el centro, en El último concierto
Parece que somos mortales. De repente, nos damos
cuenta en una milésima de segundo, y nos recorre un escalofrío. No por
nosotros, no por uno mismo –qué alivio, qué descanso, qué fin por fin–, sino
por perder de vista la vida de los que queremos, sino por provocar dolor tal
vez a los que nos quieren. Pero es que hay otras gentes que son tan mortales, que se adelantan. Quieren
no vivir, más que morir. Y hacen cosas para llevar a cabo su plan: interpretan
todo aquel que no sean ellos mismos, o buscan un paraíso-infierno artificial.
No basta con que esas gentes sean talentosas, exitosas en su profesión,
admiradas, que hayan tenido la experiencia de la paternidad, que vivan en la
meca del mundo. Simplemente la vida en su prosaísmo, en su sobriedad, les
incomoda tanto que se inyectan dosis de silencio y vacío. Y entonces se avanzan
a la mortalidad, aunque su imagen, su arte, sea irremisiblemente eterno.
Hoy esas gentes que son amigas porque al verlas se nos removieron sentimientos, se desbordó el alma con ellas, son todas Philip Seymour Hoffman. Estuvo varias veces conmigo este verano, cuando en muchos aviones rodeando el mundo yo insistí en verle en El último concierto, haciendo de violinista –no haciendo, era un violinista–, y fue el inolvidable enfermero en Magnolia, y fue ese hombre que rompía un cristal en el despacho de su superior sin contemplaciones en La guerra de Charlie Wilson el otro día, en la tele. Estaba, como siempre, colosal, fidedigno, en la tremenda Happiness, estaba en la pintoresca Boogie Nights, estaba-era Truman Capote en Capote, salía en Casi famosos. Y en El gran Lebowski, y en El talento de Mr. Ripley, en tantas películas que ahora uno recuerda haber visto desde hace tantos años y que fueron también paraísos artificiales, inyecciones de otros mundos porque tal vez no nos gustaba el nuestro, o nos era insuficiente, o nos era doloroso. Era, estaba en vida. Y ahora, tras su muerte, simplemente tiene todo el futuro por delante: será, estará.
Hoy esas gentes que son amigas porque al verlas se nos removieron sentimientos, se desbordó el alma con ellas, son todas Philip Seymour Hoffman. Estuvo varias veces conmigo este verano, cuando en muchos aviones rodeando el mundo yo insistí en verle en El último concierto, haciendo de violinista –no haciendo, era un violinista–, y fue el inolvidable enfermero en Magnolia, y fue ese hombre que rompía un cristal en el despacho de su superior sin contemplaciones en La guerra de Charlie Wilson el otro día, en la tele. Estaba, como siempre, colosal, fidedigno, en la tremenda Happiness, estaba en la pintoresca Boogie Nights, estaba-era Truman Capote en Capote, salía en Casi famosos. Y en El gran Lebowski, y en El talento de Mr. Ripley, en tantas películas que ahora uno recuerda haber visto desde hace tantos años y que fueron también paraísos artificiales, inyecciones de otros mundos porque tal vez no nos gustaba el nuestro, o nos era insuficiente, o nos era doloroso. Era, estaba en vida. Y ahora, tras su muerte, simplemente tiene todo el futuro por delante: será, estará.