Prácticamente
sólo en el mundo editorial norteamericano puede ocurrir que un autor que no
había publicado nada antes recibiera un adelanto mastodóntico por lo que iba a
ser su primera novela. Eso le pasó a Donna Tartt (1963) con su debut narrativo:
“El secreto”, sobre un asesinato y seis estudiantes, que vio la luz en 1992,
granjeándose el beneplácito de la crítica y el de tantos lectores que significó
todo un éxito después de que la revista “Vanity Fair” la promocionara muy
eficazmente. Aquellos 450.000 dólares recibidos por una historia que la autora
tardó diez años en escribir, se dice que mientras trabajaba en una librería de
Boston y era ayudante de un pintor, la colocó en una situación privilegiada en
la que su actitud y estilo enfatizaban una celebridad bien “cool”: pequeña,
fumadora y bebedora sobremanera, habitual de Greenwich Village, el barrio de
Manhattan otrora símbolo de lo cultural y transgresor, Tartt se hizo un personaje
tan enigmático como coherente con sus tiempos de escritura. El número diez la
representa, la justifica.
Y es
que, en el año 2002, apareció su siguiente novela, “Un juego de niños”, anclada
en el ambiente sureño en que esta escritora de Misisipi nació y creció. En
ella, había una niña enfrentada al misterio, el fallecimiento trágico de su
hermano, ahorcado en el jardín de casa. En el caso de «El jilguero» (2013),
recientemente aparecida en la editorial Lumen, es un adolescente el que
protagoniza una trama en la que sus ojos jóvenes ha de encarar la turbación, la
duda, incluso la perdición más grave. Una novela que, como las anteriores,
cuenta con un número ingente de páginas –esta última más de mil– y en la que se
narraba una vida que iba desde los trece años hasta los veintitrés.
Theo
Decker, hijo de una mujer amante del arte, se queda huérfano precisamente
en una pinacoteca neoyorquina, por culpa de un atentado, y desde ese momento va
a sufrir un destino que le llevará a una familia adoptiva, Las Vegas –cuando su
padre, que abandonó a la familia mucho tiempo atrás, se lo lleve allí– e
incluso a Holanda, donde las drogas tendrán una importancia capital para un
muchacho sensible y perdido, desesperanzado y obsesionado. Una obsesión
heredada de la madre, esto es, el cuadro «El jilguero», del pintor del siglo
XVII Carol Fabritius, que se lleva del museo Metropolitano cual mascota que
habrá que cuidar y proteger. Ahora Tartt alcanza la gloria del premio americano
más famoso. ¿Volveremos a leer su próxima novela dentro de diez años?
Publicado
en La Razón, 16-IV-2014