Un día de 1749, J.-J. Rousseau iba a
pie desde París hasta la prisión donde estaba encarcelado Denis Diderot, por
haber escrito libros inaceptables para la Iglesia, en la memorable «Camino de
Vincennes» (1995), de Antoni Marí. En
la última novela de Ana Rodríguez Fisher es Luis de Góngora quien hace un viaje
similar, de anhelo por el encuentro y de semilla en pos de un diálogo que se
adivina fructífero, para conocer El Greco. Tal cosa es mera leyenda, pues no
está demostrado que se conocieran, aunque desde antaño ha sido una elucubración
sustanciosa, como lo demuestra una correspondencia apócrifa entre ambos en la
que se les asociaba como «precursores del cubismo», publicada en la revista de
Juan Ramón «Índice», en 1921.
Rodríguez Fischer ha estudiado a
Góngora con esmero y minuciosidad, y su trabajo como historiadora de la
literatura, tan brillante –baste citar su ensayo recién publicado en la revista
«Clarín», «Y su extrañeza admirarán. Dos
sonetos de Góngora y Paravicino en honor de El Greco»–, le ha inspirado esta
joya creativa en la que yo diría que el máximo protagonista es el lenguaje.
Pocos escritores en España hay que cuiden el estilo como la escritora
asturiana. Ésta nos sumerge en un clima lingüístico en el que se
respira el Toledo de 1609, los hábitos de vida y maneras de relacionarse en
tránsito, con un Góngora ansioso por ver al pintor de «El entierro del conde de
Orgaz» que tanto admira.
Publicado en La Razón, 3-IV-2014