Por la noche
veraniega, hacia la bulliciosa zona del puerto marítimo ibicenco, nos detuvimos
en un local apartado, tranquilo, en penumbra. Estaba casi vacío dentro, y
optamos por sentarnos fuera. Al hacerlo, vi a un par de metros una cara
conocida, e instintivamente la mirada se quedó en el rostro; fue una décima de
segundo, pero dio tiempo a que ella mirara cómo la miraba. Entonces de
repente el famoso observado fui yo y
no al revés, pues Kate Moss estaba descubriendo que Nadie, de profesión sus
labores, estaba tomando asiento en un bar chic de Ibiza. Al instante le di la espalda para
respetar su espacio, para no acabar siendo un vulgar espía de celebridades, y
me tomé mi copa.
Jamás podré
entender cómo una persona que se dedica a posar o a hacer de maniquí o a
enseñar ropa andando por una pasarela puede tener una trascendencia
sociomonetaria vertiginosa, pero fui más consciente de ello cuando algunos
meses después vi una reseña a lo grande en el apartado de libros de La Razón –no sé de cuándo, he sido
incapaz de encontrar la referencia– sobre un volumen que analizaba a esa modelo como icono cultural moderno. Las noticias, los libros,
las exposiciones sobre Kate Moss se suceden de forma inaudita, y en verdad que
su estampa icónica ya da para todo tipo de reflexiones, como la que hace sobre su origen y trayectoria en el
mundo de la moda el personaje que se casa con el
protagonista de la formidable película Una cuestión de tiempo.
Dice Thomas Hardy en Unos ojos azules: "Cuando una mujer deja una huella permanente en un hombre, este generalmente la recuerda tal como la vio en una escena concreta, que parece destinada a ser la forma especial en que ella se manifestará en las páginas de su memoria". Para mí, la omnipresente Kate Moss será siempre aquella que fumaba en la penumbra de la calle, en la terraza de un bar. Cuando me sobrevino, con tangible claridad, en aquella noche de verano en Ibiza, cálida y elegante y joven –visita que
me inspiró un artículo para El País–, la idea de que la belleza y su exposición social es relativa por completo: la mujer que
me acompañaba era infinitamente más bella y sexy que aquella que tenía detrás
de mí, que había mirado sin querer por culpa del gen de la curiosidad, activado
en los ojos que identificaban, como cotillas de las que hay que avergonzarse,
la cara universalmente conocida.