Por mucho que pueda resultar paradójico,
Emil Cioran, el filósofo de la segunda mitad del siglo XX más heterodoxo y
original y apasionado, más desgarrador y poético e independiente, rompió con
eso que conocemos como filosofía muy pronto, cuando se dijo que ésta pregunta
sin dar respuestas, abandonándote al fin con tus dudas. Lo que él ideó no fue,
pues, un sistema filosófico, sino una mirada sobre la vida en palabras
accesibles o inabordables, qué más da, pero siempre impactantes, sinceras,
artísticas. Así lo explica el autor de este magnífico libro, Gabriel Liiceanu:
«Él no partió de ningún principio abstracto, sino de un estado de espíritu, ni
tampoco desarrolló ninguna idea, sino una obsesión». Cioran entendió que ningún
filósofo le servía para resolver enigmas grandes como el destino humano y
pequeños dramas personales como el insomnio. A éste le atribuyó la definitiva
separación de los pensadores a los que había leído con una entrega desmesurada:
«La filosofía la hacían hombres sin temperamento y sin historia. Y la abandoné
por amor a la experiencia, a las cosas vividas, a la locura cotidiana».
Esa vigilia
involuntaria y lacerante tiene el poder de cambiar por completo la
interpretación de todo lo que le rodea, de todo lo interior; de plantearse para
qué sigue vivo y si es mejor detener el tiempo. Una vez declaró: «Un insomne sólo puede salvarse del
suicidio si no está obligado a trabajar. Yo me salvé del suicidio porque mis
padres "financiaron" mi insomnio. Los que no han sufrido esa tragedia
no lo pueden comprender». Aconsejaba a los demás entender el suicidio como un
recurso aliviador, él, un hipocondríaco que sufriría la más cruel de las
paradojas para una mente privilegiada, enfermar de Alzheimer, moriría en 1995
dejando en su famosa buhardilla parisina a su compañera de toda la vida, Simone
Boué –«mon mie», como la presentaba a los demás–. De ella se reproduce una
entrevista de 1994 detrás de una larga que concedió el autor a Liicea-nu
titulada «El apocalipsis según Cioran (última entrevista filmada)», realizada
cuatro años antes.
Liiceanu ofrece
averiguar quién era este «Nietzsche contemporáneo pasado por la escuela de los
moralistas franceses», aquel que «fue considerado alternativamente el nihilista
del siglo, "the king of pessimists" y el escéptico de servicio de un
mundo en declive». Le sigue
los pasos desde su nacimiento en Rasinari, en Transilvania, un verdadero
paraíso que contrastaría con sus posteriores cimas desesperadas, por decirlo
evocando su primer libro, hasta el punto de verse como «un especialista en el
problema de la muerte» con veinte años. La desdicha ya le había llegado al trasladarse
la familia a la localidad de Sibiu, para luego, en 1928, entrar en la Facultad
de Filosofía y Letras de Bucarest, donde alcanza el «magna cum laude» con su
tesis. Todo lo cual es una estrategia para solicitar becas y poder comer casi
gratis en los comedores universitarios: en Berlín y más tarde en París. Aquí
decide pasar del rumano al francés, al principio inseguro, al final haciéndolo
de tal modo que los más insignes escritores de su tiempo destacaron su genio
lingüístico.
Compatriotas como el
historiador de las religiones Mircea Eliade y el dramaturgo Eugène Ionesco,
escritores que se pasaron también a la lengua francesa como su amigo Samuel
Beckett, poetas importantes como Paul Celan y Henri Michaux –más Sartre y
Camus, que salen muy mal parados– se asoman a este volumen maravillosamente
ilustrado en el que cada página nos brinda una sorpresa, una anécdota
brillante, una declaración de Cioran fabulosa, siempre de una coherencia
intachable. Quiso vivir sin
nada, libre, rechazando la vida social literaria y los premios, entregado al
tedio, «la experiencia más frecuente de mi vida, mi lado morboso». Otra
obsesión, al cabo. Como la de su fijación por los que consideraba sus iguales:
los fracasados, los marginales. Podredumbre, amargura, lágrimas, aciago, caída,
utopía son algunas de las palabras de esos «dichosos libros... Me han costado
muchísimo. Cada uno de mis libros ha sido una prueba, un martirio».
Pero su desasosiego
de ayer es nuestro éxtasis lector hoy. Más
si cabe gracias a trabajos como éste de Liiceanu, con el que entendemos el
espíritu de Cioran, que en ningún caso se nos aparece como un filósofo oscuro,
ni siquiera negativo, simplemente de un realismo sencillo y honesto, siempre de
un interés e intensidad máximos. ¿Hubiera cambiado algo su perspectiva de la
vida si, en vez de encerrarse en un cuartito parisino –prefiriendo «llevar una
vida de parásito antes de destruirme trabajando. Eso fue un dogma para mí»–, se
hubiera establecido entre nosotros? «Voy a decirle algo: yo estaba hecho para
España, para la lengua española», le dice a su entrevistador. Incluso solicitó
una beca para venir acá. Pero no le contestaron desde la embajada: dos meses
después estallaría la Guerra Civil.
Publicado en La Razón, 10-IV-2014