Son reducidísimos
los casos de poetas que hayan vendido tiradas de libros por miles en su
momento: Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda, José Hierro, por mencionar tres en
nuestro idioma de diferentes épocas del siglo XX. Philip Larkin, dentro de la literatura
inglesa, fue una de esas «rara avis», «escribidores» de versos que disfrutaron
de una grata situación comercial que, de forma excepcional y muy de vez en
cuando, devuelven al género de la poesía la importancia social que antaño tuvo.
Precisamente, alude a libras y «royalties» el traductor Damián Alou en el
inicio del prólogo preparado para la ocasión, esto es, una reunión bilingüe de
lo mejor de Larkin, de sus libros «Engaños», «Las bodas de Pentecostés» –el que
le hizo famoso en 1964– y «Ventanas altas», más «Otros poemas» de localización
dispersa.
Dos elementos se relacionan
inevitablemente con este autor que tanto destacó también como articulista sobre
jazz desde las páginas del «Daily Telegraph» y fue además autor de dos
importantes novelas: en primer lugar, el impacto que le provocó el hallazgo de
la obra poética de Thomas Hardy, pues no en vano éste es considerado como el
precursor de la poesía inglesa moderna; y en segundo lugar, la consecuencia de
cómo interiorizó el legado del autor de «Jude el oscuro» e influyó con ello en
las generaciones siguientes. Así, el estilo claro, referencial a la vida diaria
y al paisaje británico de Hardy, su humanismo doméstico, se contraponían al
simbolismo de autores tan relevantes como Eliot o Pound; Larkin lideró esa
nueva generación, conocida como «The Movement», y con ello este poeta criado en
Coventry y estudiante en Oxford, retraído y empleado en una biblioteca de
Belfast y luego de Hull, se convirtió en «el más relevante y respetado, el que
dejó un sello duradero en la poesía inglesa hasta hoy», según el traductor,
Ángel Rupérez.
En la presente
edición, pues, se ha evitado el debut de Larkin, «El barco del norte» (1945),
aún muy relacionado con sus lecturas de Yeats, como el propio autor reconoció,
desdeñoso hacia aquellas piezas juveniles, y se empieza con la obra
«posthardy», por así decirlo. Pequeños asuntos del día a día, u observaciones
del clima o el entorno, conducen a Larkin a meditar sobre la vida y el tiempo,
ya sea evocando un álbum de fotos de una joven o el viento en el día de bodas
de una mujer. Destacarían las composiciones «Llegada» –una bonita y breve
escena feliz a partir de lo que inspira la inminencia de la primavera–, «En la
iglesia» –divagación sobre ese edificio que acoge «el matrimonio, el nacimiento
y la muerte, y los pensamientos que provocan»– y, por supuesto, «Las bodas de
Pentecostés»: recuerdo de un día especial en el que «vi todo de nuevo de una
manera distinta». Pues no en balde ésa es la función del poeta: verlo todo
diferente, y transmitirlo con belleza y hondura.
Publicado en La Razón, 22-V-2014