Qué no vio a lo largo y ancho de Europa, a quién no conoció Iliá
Ehrenburg que destacara en el poder político, el arte, el anarquismo, la
literatura. La Rusia comunista represora, el Berlín hambriento en el que
escuchó hablar de Hitler ya en 1921, la Italia profascista, la España sumida en
el desgarro de una guerra civil, su natal Kiev con la infamia de los pogromos
antijudíos, y sobre todo el París de su exilio tras ser encarcelado por sus
actividades bolcheviques. En todas partes se multiplicó el escritor ruso, como
corresponsal de prensa –firmó miles de artículos para diversos medios–, pero
esencialmente como individuo que quiso ver todo con sus propios ojos, denunciar
con infatigable persistencia la violencia y el abuso militar. Como un Casanova
o un Chateaubriand, autores de incontinencia verbal que echaron un vistazo tan
firme y completo como elegante y nostálgico a sus densas vidas, Ehrenburg
registró con precisión todo lo vivido, extendiéndose al igual que aquéllos a
las dos mil páginas de unas memorias que se leen con verdadero asombro.
Hacia la mitad de ellas, Ehrenburg dice descorrer «la
cortina del confesionario» para asegurar «que
el libro “Gente, años, vida” ha nacido sólo porque he sabido, en la vejez,
poner en práctica las palabras que dije hace mucho tiempo, he sabido vencer lo
que ha hecho conmigo la vida, y si no al menor renacer, al menos encontrar las
fuerzas necesarias para estar al día de la juventud».
Aparece este bonito propósito una página antes de concentrarse en la España que
conoció y amó, primero leyendo a nuestros clásicos en el original –le gustaba
especialmente el Arcipreste de Hita– y contemplando las obras de Velázquez o
Goya, y luego viajando por todo el territorio sin importarle las privaciones
materiales y los peligros extremos en medio de la guerra. Su emoción al
recordar sus pasos aquí, cuando conoció a Hemingway –su narrador favorito, del
que se hizo íntimo amigo–, a Machado –cuya bondad compara con la Chéjov–, o al
anarquista Durruti –que admiró su vida de aventuras y le cayó bien en seguida
pese a que en el primer encuentro le apuntó con un arma– son de lo mejor de un
volumen colosal en todos los sentidos, escenario de las personalidades más
fascinantes del siglo XX.
Y es que, junto a acontecimientos señeros como la Revolución Rusa y la
Primera y Segunda Guerra Mundiales, se asoman de continuo los escritores y
pintores a los que Ehrenburg trató con gran cercanía y sobre los que habla de
manera pormenorizada. Entre ellos: compatriotas que tanto sufrieron el acoso
gubernamental, como Tsvietáieva –«No hay imagen más trágica que la de
Marina»– o el «pequeño y endeble»
Osip Mandelstam; escritores de fama internacional con los que mantuvo
ingeniosas charlas, como Joyce, Simenon o Joseph Roth; y artistas de la talla
de Picasso, Modigliani o Diego Rivera, a los que conocería en París; en sus
plazas y en el café La Rotonde pasaba las horas escribiendo poemas, empapándose
del vanguardismo que se abría paso en todos los campos de la creación y
sintiéndose solamente escritor a rachas, cuando iba redactando la que sería su
obra más recordada, «Julio Jurenito»,
«empujado por una necesidad interior»,
y en la que Ehrenburg se convierte en vaticinador de los horrores que no
tardarían en incrementarse en una Europa abocada a su propio suicidio.
«En “Jurenito” puse en la picota a toda clase de racismo y
de nacionalismo. Denunciaba la guerra, la crueldad, la codicia y la hipocresía
de la gente que la empezó y que todavía no quiere renunciar a ella. (…) En 1960
todavía ratifico estas ideas», dice en una etapa de su vida en la que,
según sus propias palabras, estaba consagrado a «luchar por la paz».
Para el escritor ruso, mirar hacia atrás y recordar su participación en el
Congreso de Escritores Antifascistas en París, con la ayuda de André Gide, en
1935, o en el Congreso de Escritores de Moscú, sería una satisfacción
agridulce: la de informar a masas de gentes de diversos países, pero de las
cosas más aciagas. Así, «la Asociación cumplió su tarea: ayudó a
los escritores y a muchos lectores a entender que comenzaba una nueva época, y
que no era una época de libros sino de bombas». Sólo París, con su
belleza y su vitalidad y el hallazgo perpetuo de poetas e intelectuales
–aparece Sartre («era bizco y eso le confería un aspecto maligno, pero
hablaba con gran ingenuidad de su desesperación»– compensaban el temor
de lo que parecía inevitable: otro conflicto armado. No había escapatoria ni en
casa, y cuando vuelva a Moscú, Ehrenburg tendrá el atrevimiento de enviarle una
carta a Stalin quejándose… de Stalin. Sin consecuencias, por fortuna. De modo
que pudo seguir alzando la voz para insistir en que «el
hombre es capaz de todo»: de las mayores atrocidades y del más
puro y bello arte.
Publicado en La Razón, 15-V-2014