domingo, 18 de mayo de 2014

Iliá Ehrenburg, el cronista total


Qué no vio a lo largo y ancho de Europa, a quién no conoció Iliá Ehrenburg que destacara en el poder político, el arte, el anarquismo, la literatura. La Rusia comunista represora, el Berlín hambriento en el que escuchó hablar de Hitler ya en 1921, la Italia profascista, la España sumida en el desgarro de una guerra civil, su natal Kiev con la infamia de los pogromos antijudíos, y sobre todo el París de su exilio tras ser encarcelado por sus actividades bolcheviques. En todas partes se multiplicó el escritor ruso, como corresponsal de prensa –firmó miles de artículos para diversos medios–, pero esencialmente como individuo que quiso ver todo con sus propios ojos, denunciar con infatigable persistencia la violencia y el abuso militar. Como un Casanova o un Chateaubriand, autores de incontinencia verbal que echaron un vistazo tan firme y completo como elegante y nostálgico a sus densas vidas, Ehrenburg registró con precisión todo lo vivido, extendiéndose al igual que aquéllos a las dos mil páginas de unas memorias que se leen con verdadero asombro.

Hacia la mitad de ellas, Ehrenburg dice descorrer «la cortina del confesionario» para asegurar «que el libro “Gente, años, vida” ha nacido sólo porque he sabido, en la vejez, poner en práctica las palabras que dije hace mucho tiempo, he sabido vencer lo que ha hecho conmigo la vida, y si no al menor renacer, al menos encontrar las fuerzas necesarias para estar al día de la juventud». Aparece este bonito propósito una página antes de concentrarse en la España que conoció y amó, primero leyendo a nuestros clásicos en el original –le gustaba especialmente el Arcipreste de Hita– y contemplando las obras de Velázquez o Goya, y luego viajando por todo el territorio sin importarle las privaciones materiales y los peligros extremos en medio de la guerra. Su emoción al recordar sus pasos aquí, cuando conoció a Hemingway –su narrador favorito, del que se hizo íntimo amigo–, a Machado –cuya bondad compara con la Chéjov–, o al anarquista Durruti –que admiró su vida de aventuras y le cayó bien en seguida pese a que en el primer encuentro le apuntó con un arma– son de lo mejor de un volumen colosal en todos los sentidos, escenario de las personalidades más fascinantes del siglo XX.

Y es que, junto a acontecimientos señeros como la Revolución Rusa y la Primera y Segunda Guerra Mundiales, se asoman de continuo los escritores y pintores a los que Ehrenburg trató con gran cercanía y sobre los que habla de manera pormenorizada. Entre ellos: compatriotas que tanto sufrieron el acoso gubernamental, como Tsvietáieva –«No hay imagen más trágica que la de Marina»– o el «pequeño y endeble» Osip Mandelstam; escritores de fama internacional con los que mantuvo ingeniosas charlas, como Joyce, Simenon o Joseph Roth; y artistas de la talla de Picasso, Modigliani o Diego Rivera, a los que conocería en París; en sus plazas y en el café La Rotonde pasaba las horas escribiendo poemas, empapándose del vanguardismo que se abría paso en todos los campos de la creación y sintiéndose solamente escritor a rachas, cuando iba redactando la que sería su obra más recordada, «Julio Jurenito», «empujado por una necesidad interior», y en la que Ehrenburg se convierte en vaticinador de los horrores que no tardarían en incrementarse en una Europa abocada a su propio suicidio.

«En “Jurenito” puse en la picota a toda clase de racismo y de nacionalismo. Denunciaba la guerra, la crueldad, la codicia y la hipocresía de la gente que la empezó y que todavía no quiere renunciar a ella. (…) En 1960 todavía ratifico estas ideas», dice en una etapa de su vida en la que, según sus propias palabras, estaba consagrado a «luchar por la paz». Para el escritor ruso, mirar hacia atrás y recordar su participación en el Congreso de Escritores Antifascistas en París, con la ayuda de André Gide, en 1935, o en el Congreso de Escritores de Moscú, sería una satisfacción agridulce: la de informar a masas de gentes de diversos países, pero de las cosas más aciagas. Así, «la Asociación cumplió su tarea: ayudó a los escritores y a muchos lectores a entender que comenzaba una nueva época, y que no era una época de libros sino de bombas». Sólo París, con su belleza y su vitalidad y el hallazgo perpetuo de poetas e intelectuales –aparece Sartre («era bizco y eso le confería un aspecto maligno, pero hablaba con gran ingenuidad de su desesperación»– compensaban el temor de lo que parecía inevitable: otro conflicto armado. No había escapatoria ni en casa, y cuando vuelva a Moscú, Ehrenburg tendrá el atrevimiento de enviarle una carta a Stalin quejándose… de Stalin. Sin consecuencias, por fortuna. De modo que pudo seguir alzando la voz para insistir en que «el hombre es capaz de todo»: de las mayores atrocidades y del más puro y bello arte.


Publicado en La Razón, 15-V-2014