A diario se observa cómo es posible
bromear de cualquier acontecimiento terrible del pasado, pues, como decía Woody
Allen, “la comedia es tragedia más tiempo”, pero mucho menos inusual es hacerlo
de algo tan terrorífico como una guerra después de haber transcurrido unos
pocos años, y con secuelas aún latentes en la sociedad, de haberse producido.
Eso es lo que hizo el alemán Hans Herbert Grimm (1896-1950) con “Las historias
y aventuras de la vida del desconocido fusilero Emil Schulz, llamado Schlump,
contadas por él mismo”, que vio la luz en 1928. Según cuenta en la introducción
el estudioso Volker Weidermann, autor asimismo de "El libro de los libros
quemados" (2008), donde analiza las obras que destruyeron los nazis en
hogueras en plena calle, en particular en torno a títulos de autores poco
conocidos, la historia de “Schlump se consideró antinacionalista, antiheroica,
filantrópica, pacifista, pro-francesa, humanística, europea, humorística… y muy
bien escrita”. (No era, no sería, un libro como tantos: la portada ya destilaba
distinción, obra del gran ilustrador Emil Preetorius.)
El lector tendrá la ocasión de
comprobarlo gracias a esta edición, iniciativa de la editorial Impedimenta y
con traducción de Belén Santana, que en su momento tuvo que competir, y perdió,
con el acontecimiento bélico-literario que causó furor y consiguió abundantes
ventas en todo el mundo, la novela “Sin novedad en el frente”, de Erich Maria
Remarque, que se publicaría al año siguiente de “Schlump” y cuya adaptación
cinematográfica, por cierto, ganaría el Oscar a la mejor película en 1930. El
libro de Grimm, que al menos despertaría interés en Inglaterra y Estados
Unidos, donde se traduciría con el título de “La historia de un soldado
desconocido” e iba a recibir críticas elogiosas, desaparecería definitivamente
con la llegada de los nazis y su frenesí por prohibir las obras de tantos
autores contrarios a sus dogmas, y el nombre de este escritor ya de por sí
oculto tras un seudónimo se haría invisible. Hasta que su nuera, Chista Grimm
–que trabaja hoy en el Instituto de Estudios Germánicos de la Universidad de
Leipzig–, contestara a la búsqueda de Weidermann, incapaz de recabar ni un solo
dato del autor. Y ahí empezaría éste a conocer su historia personal,
verdaderamente prometedora, pero al fin desafortunada e incluso trágica.
Grimm pretendió imponer un tono risueño a
su narración –pese a no evitar abordar los horrores cotidianos de toda guerra–,
ocupándose de contar las andanzas de un joven soldado, muy pícaro para el arte
de la supervivencia y con encanto para atraer a las chicas, al tiempo que
ridiculizaba la institución militar, aunque él mismo, en paralelo viviría una
existencia harto desgraciada. No sólo porque tendría que participar en las dos
guerras mundiales, sino porque ni siquiera le serviría hacerse
nacionalsocialista, únicamente con el pretexto de seguir viviendo en su ciudad
natal, Altenburg, y conservar su plaza de profesor de español, francés e
italiano. Ya una vez acabado el conflicto, por esa adscripción nazi, y haciendo
caso omiso de que era el autor de una obra que ridiculizaba la guerra, las
nuevas autoridades no le permitirían seguir desempeñando su oficio pese a la
multitud de voces que lo defenderían (sobre todo sus alumnos, que lo apreciaban
en grado sumo) demostrando que no era un auténtico adicto a la ideología
hitleriana.
A resultas de ello, Grimm sería
trasladado a la fuerza a Weimar en julio de 1950, por orden de los oficiales
del gobierno de la recién fundada Alemania Oriental, y a los dos días de la
noticia se suicidaría en su casa. Atrás quedaba una anécdota tan singular como
dramática: el hecho de haber escondido un ejemplar de su libro dentro de la
pared de su casa durante la Segunda Guerra Mundial por temor a que se
relacionara el seudónimo libresco con él. Una historia personal, literaria, que
sólo acaba de empezar, pues Christa Grimm, que conoció a la familia del que
sería su marido cuando Hans Herbert Grimm llevaba cinco años muerto, le enseñó
al investigador otros manuscritos, cartas escritas durante la Gran Guerra,
relatos y poemas sueltos, incluso varios diarios y fotos en los que sale
acompañado de sus alumnos. Weidermann dice que aún se conserva la grieta y su
hueco donde se mantuvo a salvo ese libro de intenciones pacifistas que, al
parecer, no acabó de encontrar su espacio en su tiempo, salido de la
experiencia e imaginación de un escritor de destino aciago, de invisibilidad
literaria que, tal vez, a partir de hoy, se convierta en un clásico de la
literatura bélica y a la vez humanitaria.
Publicado en La Razón,
9-VI-2014