viernes, 13 de junio de 2014

La Gran Guerra para reír

A diario se observa cómo es posible bromear de cualquier acontecimiento terrible del pasado, pues, como decía Woody Allen, “la comedia es tragedia más tiempo”, pero mucho menos inusual es hacerlo de algo tan terrorífico como una guerra después de haber transcurrido unos pocos años, y con secuelas aún latentes en la sociedad, de haberse producido. Eso es lo que hizo el alemán Hans Herbert Grimm (1896-1950) con “Las historias y aventuras de la vida del desconocido fusilero Emil Schulz, llamado Schlump, contadas por él mismo”, que vio la luz en 1928. Según cuenta en la introducción el estudioso Volker Weidermann, autor asimismo de "El libro de los libros quemados" (2008), donde analiza las obras que destruyeron los nazis en hogueras en plena calle, en particular en torno a títulos de autores poco conocidos, la historia de “Schlump se consideró antinacionalista, antiheroica, filantrópica, pacifista, pro-francesa, humanística, europea, humorística… y muy bien escrita”. (No era, no sería, un libro como tantos: la portada ya destilaba distinción, obra del gran ilustrador Emil Preetorius.)

El lector tendrá la ocasión de comprobarlo gracias a esta edición, iniciativa de la editorial Impedimenta y con traducción de Belén Santana, que en su momento tuvo que competir, y perdió, con el acontecimiento bélico-literario que causó furor y consiguió abundantes ventas en todo el mundo, la novela “Sin novedad en el frente”, de Erich Maria Remarque, que se publicaría al año siguiente de “Schlump” y cuya adaptación cinematográfica, por cierto, ganaría el Oscar a la mejor película en 1930. El libro de Grimm, que al menos despertaría interés en Inglaterra y Estados Unidos, donde se traduciría con el título de “La historia de un soldado desconocido” e iba a recibir críticas elogiosas, desaparecería definitivamente con la llegada de los nazis y su frenesí por prohibir las obras de tantos autores contrarios a sus dogmas, y el nombre de este escritor ya de por sí oculto tras un seudónimo se haría invisible. Hasta que su nuera, Chista Grimm –que trabaja hoy en el Instituto de Estudios Germánicos de la Universidad de Leipzig–, contestara a la búsqueda de Weidermann, incapaz de recabar ni un solo dato del autor. Y ahí empezaría éste a conocer su historia personal, verdaderamente prometedora, pero al fin desafortunada e incluso trágica.   

Grimm pretendió imponer un tono risueño a su narración –pese a no evitar abordar los horrores cotidianos de toda guerra–, ocupándose de contar las andanzas de un joven soldado, muy pícaro para el arte de la supervivencia y con encanto para atraer a las chicas, al tiempo que ridiculizaba la institución militar, aunque él mismo, en paralelo viviría una existencia harto desgraciada. No sólo porque tendría que participar en las dos guerras mundiales, sino porque ni siquiera le serviría hacerse nacionalsocialista, únicamente con el pretexto de seguir viviendo en su ciudad natal, Altenburg, y conservar su plaza de profesor de español, francés e italiano. Ya una vez acabado el conflicto, por esa adscripción nazi, y haciendo caso omiso de que era el autor de una obra que ridiculizaba la guerra, las nuevas autoridades no le permitirían seguir desempeñando su oficio pese a la multitud de voces que lo defenderían (sobre todo sus alumnos, que lo apreciaban en grado sumo) demostrando que no era un auténtico adicto a la ideología hitleriana.


A resultas de ello, Grimm sería trasladado a la fuerza a Weimar en julio de 1950, por orden de los oficiales del gobierno de la recién fundada Alemania Oriental, y a los dos días de la noticia se suicidaría en su casa. Atrás quedaba una anécdota tan singular como dramática: el hecho de haber escondido un ejemplar de su libro dentro de la pared de su casa durante la Segunda Guerra Mundial por temor a que se relacionara el seudónimo libresco con él. Una historia personal, literaria, que sólo acaba de empezar, pues Christa Grimm, que conoció a la familia del que sería su marido cuando Hans Herbert Grimm llevaba cinco años muerto, le enseñó al investigador otros manuscritos, cartas escritas durante la Gran Guerra, relatos y poemas sueltos, incluso varios diarios y fotos en los que sale acompañado de sus alumnos. Weidermann dice que aún se conserva la grieta y su hueco donde se mantuvo a salvo ese libro de intenciones pacifistas que, al parecer, no acabó de encontrar su espacio en su tiempo, salido de la experiencia e imaginación de un escritor de destino aciago, de invisibilidad literaria que, tal vez, a partir de hoy, se convierta en un clásico de la literatura bélica y a la vez humanitaria.

Publicado en La Razón, 9-VI-2014