En
1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía
que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se
entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron
para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su
mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos
la otra cara, la de la vida, de Alicia Dujovne Ortiz.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Mi casa.
Queda en una aldea de la campiña
francesa, en una región olvidada de la mano de Dios llamada el Berry donde
vivió George Sand. Un bosque misterioso, una chimenea vieja, rosas del tamaño
de repollos y una gata tuerta y afectuosa, ¿qué más se necesita?
¿Prefiere los animales a la gente?
Hay
animales y animales, hay gente y gente. No se puede amar a todos los gatos ni a
todos los hombres, ¡son tan diferentes los unos de los otros! La gata que me
acompaña en esta ermita donde vivo me
eligió a mí, tanto como yo la elegí a ella, pero eso no me ha sucedido ni con
miles de gatos, ni con miles de humanos.
¿Es usted cruel?
No, al
contrario, soy patológicamente compasiva. La crueldad me inspira un horror
físico. Se ha puesto mas de moda que la bondad, es cierto, pero hace rato que
la ultima de mis preocupaciones es estar de moda. Admito, por otra parte, que
en el exceso de piedad haya elementos sospechosos, pero me consuela pensar que
puestas a elegir entre los piadosos y los crueles, las víctimas se quedarían
con los primeros.
¿Tiene muchos amigos?
Cinco.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Que se alegren por
mí. Que pueda contarles lo malo que me pasa (aunque eso no es ningún mérito
porque a la gran mayoría le fascinan las desgracias ajenas), pero también lo
bueno. Me he vuelto muy sensible a todo indicio de celos, de competencia, en
cuanto advierto que a la sola mención de la más pequeña recompensa, ¡y qué sería
si fueran grandes!, los rasgos de mis amigos se descomponen y su garganta se estrangula, la amistad se termina
por sí misma sin que nadie necesite decir ni mu.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Lógico, por eso del
batallón que había me han quedado cinco.
¿Es usted una persona sincera?
Demasiado.
A veces habría que amordazarme para que no le cuente mi vida con pelos y
señales al primer interlocutor que tenga a mano. Puede que esa sinceridad vaya
unida al placer del relato: me divierte tomarme de personaje. En otros
aspectos, y para ahorrarme las discusiones que toda sinceridad provoca, suelo
ser bastante hipócrita, salvo con los cinco antedichos y a menos que el tema me
resulte vital.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
No tengo
tiempo libre, cuando no estoy escribiendo delante de la computadora estoy
escribiendo en mi cabeza. Es un defecto grave que se acrecienta con los años,
me he vuelto adicta al trabajo, todo lo que no sea la escribidera me parece una
pérdida de tiempo. Con una sola excepción: mi hija, mis nietas, y un bisnieto
que he tenido en plena juventud.
¿Qué le da más miedo?
¡La
muerte!, ¿a qué otra cosa sino a eso se le puede temer?
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice?
El sistema
capitalista.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa,
¿qué habría hecho?
Me habría
gustado ser cantante de opera y bailarina de danza del vientre. Alguna vez he
intentado las dos cosas, y no me salía mal, modestia aparte. Pero primó la
cordura y me dediqué a las letras, que al menos físicamente no cansan
tanto.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Camino por
el bosque que está junto a mi casa, pero me detengo tan a menudo a mirar un
bichito, una hoja, un hongo, que al final la caminata tiene muy poco de
ejercicio. Salvo que se considere la contemplación como una gimnasia.
¿Sabe cocinar?
Sí, a la
brava: unos platazos de cantina, sabrosos, nada refinados y que además son
siempre los mismos.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Al poeta
entrerriano Juan L. Ortiz, que para mi desgracia no fue pariente mío. Todos lo
llamaban Juanele. Era ya viejo cuando lo conocí, en su modesta casita de la
ciudad de Paraná. Ser un anciano sabio con cara de Lao-Tsé no le impedía extender
la mano, larga, huesuda, para palpar a sus visitantes de sexo femenino. Estaba
rodeado de jóvenes que lo escuchaban en éxtasis, pero él ignoraba que los
psiquiatras de la ciudad se los habían mandado porque sus palabras hacían bien.
Hablaba con la zeta como lo hacen en su provincia, y estirando las íes como lo
hizo él mismo en sus poemas: Aliiiiiizia. Todo a su alrededor era fino y
delgado, la boquilla en que fumaba, el cuerno en el que bebía su mate de a
sorbitos, su perro. Sus admiradores le habían regalado una maquina de escribir
para que no siguiera escribiendo sus poemas con tinta china sobre un angosto
rollo de papel de seda, pero él le hizo cambiar los tipos por otros tan
minúsculos como su letra. Muchas veces he oído a escritores y poetas declamar
que a ellos la fama no les interesaba. El único al que le creí a pie juntillas
fue Juan L. Ortiz.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
Amor.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
A mi
primer novio que me dejó plantada días antes de casarnos. Pero para imaginar el
asesinato tenía que borrar los detalles de su cara, sus gestos, sus manos. Si
no, el odio daba paso a esa lástima que, como ya queda dicho, es mi peor
enfermedad. Esa vez entendí que para matar a alguien hay que ignorarlo como
persona y convertirlo en cosa.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Soy
ecologista, pero sin el aire de poseer la verdad que acompaña esa tendencia
política, y acaso todas las otras.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Nada, no
me cambio por nadie, estoy encantada de ser quien soy. Pese a todo y, como
decía Evita, “caiga quien caiga”.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Soy golosa
y sensual, ¿pero esos serán vicios?
¿Y sus virtudes?
La tenacidad,
la testaruda persistencia de dos deseos: el de escribir y el de sacar adelante
a mi familia.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Cuando me estoy por
dormir, cosa que en mí siempre va acompañada por el miedo a morirme, veo agua.
¿Si ya estoy en el agua qué veré, tierra?
T. M.