Este libro es inquietantemente fiel a nuestro presente:
“Hubo una gran fiebre en la City de Londres por establecer empresas de todo
tipo y con las cuales muchos amasaron bonitas fortunas”, cuenta el narrador,
recordando cuando, veinte años atrás, todo cambió para él a partir de un
decepcionante regalo de su tía: el retrato de su difunto marido encastrado en
un diamante. El protagonista, Samuel, verá cómo la compañía de seguros en la
que trabaja, presidida por “el gran señor Brough” –arquetipo del hipócrita explotador
laboral–, que “hacía unos negocios tremendos en el mercado de los higos y las
esponjas”, se relacionará con el “Gran diamante Hoggarty”, como se le conoce
más allá del ámbito familiar, que le irá abriendo puertas de la sociedad más
distinguida pese a que no tenga tal cosa entre sus propósitos, pues lo que le
mueve es el amor, dice, a Cierta Persona.
Afirma el catedrático Esteban Pujals que Thackeray es “un
novelista cuya profunda sensibilidad se oculta bajo su ironía”, aludiendo a “un
realismo intelectual que aplica a su interpretación artística de la vida”. Un
realismo que se ha tildado de moralizante, pues el escritor inglés introducía
su opinión en lo que trasladaba a la ficción. En el caso de este agudo
divertimento, traducido por Ángeles de los Santos, el componente sociológico es
claro; al parecer, el escritor, basándose en una empresa real, quiso demostrar
“que la especulación es peligrosa y que la honradez es el mejor camino” –lo
dijo al ver que nadie se atrevía a publicar la obra, que vería la luz en 1841–;
y lo hizo con excelso humor hasta que, en los últimos compases, remató la
novela con una moralidad que el lector no necesitaba para captar bien toda la
sátira.
Publicado en La Razón,
26-VI-2014