En 1957, el cineasta Stanley
Kubrick, que ya tenía a sus espaldas la realización de seis películas, llevó a
cabo un viejo anhelo: trasladar al celuloide una novela que le había impactado
en su adolescencia y cuyo autor había muerto en 1944, llamada “Paths of Glory”,
título tomado de un verso del poeta inglés del siglo XVIII Thomas Gray, “Los
senderos de gloria no conducen sino a la tumba” (del poema “Elegía escrita en
un cementerio de aldea”). Un productor de la Metro-Goldwyn-Mayer y el actor
Kirk Douglas se habían fijado en el talentoso y joven director, que el año
anterior había dado “Atraco perfecto”, su primer film de amplio presupuesto y
de trasfondo muy literario, pues estaba basado en una novela negra de Lionel
White –autor prolífico cuyas obras eran muy apreciadas por los productores de
Hollywood; en parte inspiraría a Tarantino para su “Reservoir Dogs” (1992)–, y
el guión era de Jim Thompson, un autor de relatos policiacos que también sería
muy adaptado a la gran pantalla. Kubrick ofreció la idea a la MGM, y ésta se
convirtió en una de las películas bélicas más logradas de la historia y uno de
los hitos interpretativos de Douglas.
La relación artística de
Kubrick con la literatura siempre iba a dar resultados óptimos, como la
subsiguiente adaptación de la novela “Espartaco” (1960), de Howard Fast, de
nuevo con un inolvidable Douglas en el papel protagonista. Sólo basta mencionar
“Lolita” de Nabokov, “La naranja mecánica” de Anthony Burgess, “Barry Lindon”
de Thackeray o incluso “Eyes Wide Shut”, de Arthur Schnitzler. ¿Pero quién era
este Humphrey Cobb que, al contrario que que estos autores tan destacados,
hubiera quedado muy olvidado si no hubiera sido porque aquella vieja lectura de
Kubrick le condujo a localizar a la viuda del autor y comprar los derechos de
la novela, publicada en 1935 y ahora editada por Capitán Swing Libros?
Humphrey Cobb tuvo una vida
corta, pero verdaderamente interesante. Nacido en la localidad italiana de
Siena en 1899, de niño estuvo internado en Inglaterra y pasó su adolescencia en
Estados Unidos. Se trataría seguramente de un espíritu rebelde, porque sería
expulsado de la escuela, dejando sin terminar sus estudios y, con sólo
diecisiete años, se alistó en el Ejército canadiense. Tras su participación en
la Gran Guerra –combatió en la crucial batalla de Amiens, donde fue herido– y
de vuelta a Norteamérica, Cobb seguiría vinculado con el ambiente militar,
siendo empleado de la Oficina de Información de Guerra, dedicado a la
propaganda destinada al extranjero. La publicación de su novela tendría cierto
eco, lo que se reflejó en la adaptación al teatro de Broadway a cargo de Sidney
Howard, el guionista de “Lo que el viento se llevó”, aunque la asistencia del
público fue escasa (por cierto, cabe decir que el Burka Teatro de Tenerife hizo
una exitosa versión en el año 2010). Con todo, esta experiencia le serviría a
Cobb para participar en el guión del film “San Quintín” (1937), con su tocayo
Bogart de protagonista, un año antes de que viera la luz su otra novela, “Todos
fueron valientes”.
En esta edición de Capitán
Swing (traducción de Ricardo García Pérez), se puede leer una nota del autor en
la que explica cómo concibió la obra. Fue el 2 de julio de 1934, tras leer una
noticia en el “The New York Times”, sobre la absolución a cinco fusilados por
amotinamiento en 1915. Con este punto de partida y sus propios recuerdos de las
trincheras (el libro aporta un mini diario que Cobb redactó en la guerra, años
más tarde comentado por él mismo), nace la historia de cómo, como consecuencia
de un ataque fallido en la Colina de las Hormigas contra los alemanes, un
general deshumanizado quiere castigar al regimiento en cuestión por lo que
considera un acto de cobardía, pese a que el coronel al mando (Douglas en la
película) justifique la acción de sus hombres, que hubieran muerto sin la menor
duda. El castigo por parte del ejército francés consiste en elegir a varios
soldados al azar para ejecutarlos, lo cual se lleva a cabo tras un juicio cuyo
veredicto ya está preestablecido.
David Simon, el creador de la
serie televisiva “The Wire” y autor aquí de un prólogo iluminador sobre la
novela, explica cómo Cobb “nos habló de unos hombres devorados por la propia
institución a la que servían, una institución inapelable y orientada a fines
mezquinos, mecánicos y abstractos”. En la lectura, en el visionado de la
película, tal cosa despertará la mayor indignación por parte del
lector-espectador, impresionado por la frialdad y crueldad de los altos cargos
militares. Y todo ello con sobriedad y realismo, pues, siguiendo a Simon,
“Cobb, uno de los primeros voluntarios estadounidenses en acudir al frente occidental
de la primera guerra mundial con el ejército canadiense, aborda la narración
con la mirada recelosa de un veterano y sin los melindres ni el sentimentalismo
que acompañan a tantos relatos de guerra”.
No en vano, el propio Cobb
escribió en 1933: «Aquello por lo que todas esas “Sin novedad en el frente” o
Journey’s End [“Fin de jornada”] fracasan abiertamente como propaganda
antibelicista e incluso terminan convirtiéndose en propaganda belicista es por
el estoicismo, la capacidad de sacrificio, el idealismo y la nobleza romántica
que retratan». Y ponía el acento en el artificio del arte fílmico en contraste
con la verdadera crudeza de pelear entre explosiones y disparos: «¡Cuánto odian
la guerra los actores y demás, pero, por Dios, con cuánta nobleza sufren! Y un
regimiento desfilando por cualquier calle precedido de una buena banda de
música… Todos sabemos qué efecto produce sobre nuestra capacidad de raciocinio
y nuestro uso de la lógica. La única propaganda antibelicista efectiva que
conozco son las fotografías de cuerpos descuartizados y, cuanto más horrendas,
mejor».
Por ese motivo, “Senderos de
gloria” siempre es calificada de denuncia al militarismo, y por ello Kubrick
tuvo que esperar hasta 1975 para que se pudiera estrenar en Francia, dada la
imagen horrenda que se daba del ejército galo (y hasta 1986 en España). Y es
que el hecho era real, como desarrollaba aquella noticia periodística, extraído
de la lucha por el fuerte Douamont durante la Batalla de Verdún; dos décadas
después, otro tribunal francés, aparte de absolver a dos de los soldados
ejecutados, otorgaría a las viudas una compensación simbólica de un franco. Un
episodio vergonzoso, uno de tantos entre tantas masacres bélicas y disparates
violentos, que Simon glosa así: “El sinsentido de la acción, unido a las
inmaduras ambiciones de quienes estaban al mando, está ciertamente cargado de
presagios para el siglo que comenzaba, un periodo en el que la barbarie
descendería tanto sobre la población civil como sobre los combatientes armados
de Varsovia, Dresde o Nagasaki”. Y ciertamente, la escena de cuando los
generales discuten sobre el número de soldados que hay que fusilar ya indica
“esa aritmética del terror” que estremece al mundo cada día; un sendero que, en
realidad, sólo lleva a la infame gloria de la tumba.
Publicado
en La Razón, 8-VII-2014