Debo de ser uno de los treinta mil
oyentes diarios de Catalunya Música, y ademas desde hace muchos años. Oí hace unas pocas semanas en esta emisora la
estadística en un boletín informativo sobre hábitos radiofónicos: un número
pírrico para siete millones y pico de catalanes, supongo. O no, tal vez un número
desmesurado para reflejar algo que es una rareza, o un privilegio poder hacer
–escuchar música clásica– pese a que, aquí en Barcelona, el Auditori, el Palau
de la Música y el Gran Teatro del Liceu se llenen casi siempre.
Escucho Catalunya Música porque los
responsables hacen un trabajo impecable; saben lo que se traen entre manos y seleccionan
bien las piezas. Se documentan, glosan las obras, hablan de los compositores,
analizan técnicamente óperas: todos son buena gente, dulce, con gusto exquisito,
clara y armoniosa en sus voces… pero no los soporto. Su maravillosa entrega de
cara al oyente me estropea todo, y no solo cuando los comentaristas invaden el
espacio entre las audiciones, sino, sobre todo, cuando llega la hora maldita en
punto.
Uno escucha música clásica porque lo
necesita y lo acompaña, porque le embellece el día y el tiempo. Y en esa
concentración de lectura o escritura con el fondo de Bach, de Vivaldi, de
Beethoven, de Purcell, de Mozart, lo último que se desea es que alguien suelte
los titulares porque una determinada manecilla ha llegado a determinado punto
en el reloj. Y siempre son las mismas noticias: el proceso a decidir catalán,
casos de corrupción, política nacional contra la local, datos dramáticos de la
gente de a pie.
Y entre ellos, demasiadas veces, se abre
el boletín con el desgarro de oír el nombre de mi antiguo barrio, ya oficialmente el
distrito más miserable de Barcelona: pobreza infantil y energética, alta tasa de
paro, número masivo de desahucios. Es el barrio del que ya denuncié aquí una
iniciativa absolutamente vergonzosa; es el barrio de los locales que recaban
alimentos para los que más sufren; es el barrio en el que asociaciones de jóvenes
ayudan de forma desinteresada a los niños malnutridos, sin educación,
abandonados.
Es el mismo barrio que recreo en La soledad del tirador. El mismo barrio
cuyo uno de sus institutos padecí y de lo cual hice una crónica. El mismo
barrio al que hace cinco navidades dediqué una estampa triste. El mismo en el que, semanas atrás, aparecía nuestro
millonario alcalde, tan preocupado por los ciudadanos de la zona más
depauperada de su ciudad, que acaba de dedicar 750.000 euros a la
rehabilitación de un antiguo castillo que yo ni siquiera conocí a lo largo de
veinticinco años. Cuando lo que está en ruinas es el
presente y el futuro de la población colindante más indefensa y vulnerable.