El destino de Agatha Christie, quizá como en ningún otro caso de
escritor de los últimos cien años, es de gozar de una perpetua actualidad, y de
muy diversas maneras: ya sea por su obra teatral “La ratonera”, que hace dos
años celebró las veinticinco mil funciones y que sigue en cartel desde 1952 por
todo el mundo; o por sus continuas y asequibles reediciones de su colosal obra;
o por medio de las adaptaciones al cine o la televisión; o por textos que aún
no teníamos disponibles en español, como el que la editorial Confluencias
ofreció hace doce meses, «Estrella
sobre Belén», compuesto por seis relatos y cinco poemas sobre la Navidad;
o, incluso, por obras ajenas que dan continuación a su personaje más célebre,
Hercules Poirot, como pasó semanas atrás con la publicación de la tan
entretenida novela de Sophie Hannah “Los crímenes del monograma”…
Esta actualidad, todo un nutrido pozo sin fondo, se materializa de nuevo
gracias a “El gran tour. Alrededor del mundo con la reina del misterio”
(editorial Confluencias, traducción de José Jesús Fornieles Alférez), volumen que reúne las cartas que semanalmente
Christie enviaba a su madre y en las que le contaba mil y un detalles de los
sitios tan exóticos con los que se iba topando: África del Sur, Australia,
Nueva Zelanda, Hawái, Canadá. La edición viene a cargo del nieto de la
escritora, Mathew Pritchard, y está portentosamente acompañada de recortes de
periódico, fotos y postales originales procedentes de los dos álbumes de fotos
que hizo la autora. “Todos nos debemos congratular por el hecho de que estas
maravillosas cartas hayan sobrevivido”, afirma Pritchard (a quien, por cierto,
su abuela regaló los derechos de “La ratonera” cuando sólo era un niño). Fue
así porque la escritora, al morir su madre, que las conservó muy bien, pudo
recuperarlas y hasta preparar textos introductorios para contextualizarlas.
Así las cosas, en el prefacio, Christie cuenta cómo se originó la idea del viaje a
raíz de lo que les contó el mayor E. A. Belcher, antes Intendente
del Suministro de Patatas en el Reino Unido, “un hombre especialmente
excéntrico y difícil, cuyo carácter impredecible e ineficaz causó no pocos
problemas a mis abuelos durante todo el viaje”, según Pritchard, y que, además,
tuvo reflejo literario en una historia de aventuras que la narradora publicó en
1924, “El hombre del traje marrón”. Este tal Belcher era uno de los encargados de informar sobre una Exposición del
Imperio que iba a tener lugar un año y medio más tarde –iba además acompañado
por su secretario, Bates, a quien explotaba como a un esclavo, como irá
observando la escritora–, de modo que, en sus propias palabras, se debía
“advertir a los dominios para que contribuyan y cooperen en la celebración. Voy
a formar parte de una misión que recorrerá el mundo”. La cuestión es que el
marido de Christie era un trabajador de la City, y el mayor le ofreció ser
“consejero financiero” de tamaña empresa.
Para la pareja, no resultaría una decisión fácil:
no sólo era abandonar un puesto de trabajo, por más que el esposo lo encontrara
poco estimulante, y dosificar los ingresos para no caer en números rojos, sino
que durante los diez meses que duró la vuelta al mundo, no pudieron estar con
su bebé. Nima –como llamaba Pritchard a su abuela, su nombre real completo era Agatha Mary
Clarissa Miller– y Archie (el piloto de aviación Archibald
Christie, que participará en la Gran Guerra mientras su mujer trabaja como
enfermera voluntaria en la farmacia de un hospital) habían tenido a Rosalind, que cumpliría tres años en medio del
trayecto de sus padres. Un trayecto no exento de peligros y enfermedades y
durante el cual apenas pudieron saber nada de la pequeña por culpa, obviamente,
de los limitados medios de comunicación que existían en la época (cartas
enviadas por barco y telegramas).
Nada de ello sin embargo disuadió a Agatha, muy mareada desde que sale del puerto y llega a la
primera escala, Madeira. Pronto se habituará a escribir cartas a su madre que
le servirán de diario, y de este modo, sabremos que, por algo que cuenta
Belcher sobre una visita a los reyes, la reina conocía sus libros (hasta ese
momento, había publicado tres), más otras curiosas anécdotas de su vida social.
El bamboleo del mar, los entretenimientos en cubierta, las cenas llenas de
conversaciones heterogéneas que la narradora escucha con atención, se suceden
hasta llegar a Ciudad del Cabo, que le maravilla por completo, sobre todo la
Montaña de la Mesa; y al ver el arcoíris iluminando las cataratas Victoria sobre el río Zambeze, no puede más que decir: “¡Sí, para mí, se
encuentra entre las siete maravillas del mundo!”. A lo que se añadirán los
cocodrilos e hipopótamos en Livingstone, “chapoteando en el agua”.
Estamos,
incuestionablemente, ante una de esas mujeres para las que la sociedad machista
no frenó sus impulsos de libertad y creatividad. Al leer estas páginas,
conocemos a una Agatha Christie que se atreve con todo, manteniendo una
infinita curiosidad: no dudará en practicar surf (“un deporte sencillo y muy
divertido”), visitar unas cuevas con pinturas prehistóricas, asistir a la
apertura del Parlamento en primera fila, escuchando al príncipe Arthur,
atreverse con el golf y comer en casa del gobernador sin sentirse una mera
acompañante. El peligro en Pretoria y Rhodesia, donde ve huelgas y altercados
graves en las calles de los que tienen que huir, se combina con discursos
después de las comidas y cenas y recepciones institucionales. Pero es la
naturaleza lo que más le llama la atención: “Los árboles son la primera cosa en
que me fijo al llegar a un lugar, o a veces la forma de las colinas”, y tal
cosa es lo que la asombra enseguida en Australia.
De hecho, en Melbourne
hace una excursión por un bosque de helechos gigantescos, y en Hobart disfruta
de “su mar azul profundo y su puerto; sus flores, árboles y arbustos. Pensé en
regresar y vivir allí algún día”. Y desde allá a Nueva Zelanda –“el país más
hermoso que haya visto nunca. Sus paisajes son extraordinarios”–, absolutamente
harta ya de Belcher: “Era rudo, autoritario, molesto, desconsiderado, y siempre
preocupado por pequeñeces”. Por otra parte, Archie enferma de gravedad al
contraer una bronquitis y erupciones en todo el cuerpo ya en Canadá, después de
que Agatha sufriera un fuerte dolor en el hombro por abusar del surf en Hawái,
y los problemas crecen al ver que están sin blanca. Felizmente, les salvará la
recepción de los derechos suecos por “El misterioso caso de Styles” (en el
libro también alude a los “relatos cortos de Poirot” y a “Asesinato en el campo
de golf”) y la vuelta a Londres será más o menos plácida tras visitar unos
pocos países de los 58 del Imperio. Al fin, la Exposición del Imperio Británico
de 1924 sería inaugurada por el rey Jorge V y la reina Victoria María en el
Empire Stadium de Wembley, con el objetivo de fortalecer el comercio en las
colonias. Duraría seis meses y se volvería a abrir en 1925 pero, ay, tendría un
déficit de millón y medio de libras.
Publicado en La Razón, 3-I-2015