Michael Cunningham la transformó
en personaje en una magnífica novela que circulaba en torno a tres mujeres en
tiempos diferentes, «Las horas» (1999); es objeto siempre de valiosos estudios
biográficos que, lejos de resultar redundantes, se complementan, y nos van
llegando sus textos dispersos: diarios, cartas, crónicas de viajes, ensayos
sobre sus autores favoritos... Todo lo cual indica un interés continuo por esa
mujer de prodigiosa inteligencia demente, probable lesbiana de vida
heterosexual o asexual con su fiel y paciente marido, Leonard Woolf –que la
consideró un absoluto genio desde que la conoció y calificó cada una de sus
escrituras de obra maestra–, poeta que escribía en prosa llamada Virginia
Woolf. Dada sus inseguridades, sus miedos, sus arranques nerviosos, que cobraron
vida en aquella película basada en la historia de Cunningham, con la inmensa
nariz postiza que lucía Nicole Kidman al compás de la emocionante música de
Philip Glass, no es de extrañar que Woolf siga despertando admiración y
curiosidad, como pone de manifiesto la presente biografía, espléndido trabajo
desarrollado a lo largo de siete años por parte de la argentina Irene Chiquiar
Bauer.
Para ésta, «los intentos de
etiquetarla o clasificarla han fracasado», y las interpretaciones que se han
hecho desde campos como el feminismo, la sexualidad y la psiquiatría se dan de
bruces con una personalidad «difícil de encuadrar», elusiva. He aquí el
magnetismo que despierta la autora de «La señora Dalloway», «Al faro»,
«Orlando», de aquella que se casó con el que acabaría siendo durante veintiocho
años «el dueño de la obra y la imagen de Virginia Woolf», quien ha sido objeto
de «una verdadera iconización», como demuestra el hecho de que su hogar en Monk’s
House sea un lugar turístico; una autora, en definitiva, que «ha difuminado los
límites entre lo público, lo político y lo privado, entre ficción, historia y
biografía» y que este libro desgrana con admirable minuciosidad, primero a lo
largo de una primera parte dedicada a su infancia y adolescencia, y luego, año
tras año desde 1904, momento en que fallece su padre, el prolífico escritor
Leslie Stephen, y ella se muda al barrio de Bloomsbury junto a sus numerosos
hermanos.
Ese año decisivo, como el de la
desaparición de la madre, Julia –«esencial y misteriosa, fue un ser mítico»–,
en 1895, también fecha de su primera crisis nerviosa, lo marca todo: «La
búsqueda de la identidad, y la necesidad de afirmarse en sí mismos tras la muerte
de un ser querido, es característica de muchos de los personajes de sus
novelas, donde la muerte suele irrumpir bruscamente trastornando un orden, pero
permitiendo a la vez, que surja uno nuevo», afirma Chikiar Bauer. Esos
acontecimientos desgraciados, más los presumibles abusos sexuales de su
hermanastro Gerald –que han generado todo tipo de elucubraciones, ninguna
concluyente–, y los antecedentes de cuadros maniaco-depresivos en su familia
paterna, forman el carácter precoz y despierto de la que apodan «la Cabra»,
que, con sólo nueve años, junto a su adorada hermana Vanessa, que tantísima
influencia tiene en ella, directamente y luego a través de sus hijos, y su
hermano Thoby, crea un periódico y deleita a la familia, «perspicaz y
divertida», con las narraciones de sus cuentos.
De este modo Chiquiar Bauer se
introduce prodigiosamente en la cotidianidad intelectual, creativa y social de
Woolf, desde el análisis de su ascendencia ilustre y culta hasta otros puntos
de inflexión determinantes, como la Gran Guerra, su incorporación al mundo de
las colaboraciones en prensa o el instante de 1917 en el que el matrimonio
Woolf adquiere una imprenta del tamaño de una mesa con la que editarán libros
bajo el sello de Hogarth Press: «La vida de los Woolf dio un vuelco nuevo y
definitivo», dice la biógrafa al respecto. Y es que alrededor de la editorial
aparecería, de una u otra forma, lo más granado de la literatura del momento
(T. S. Eliot, Joyce, Katherine Mansfield…), a lo que se sumaba el ambiente de
los pintores en torno a Vanessa, y en suma todo un grupo de artistas que
apostarán por la libertad sexual y el enfrentamiento con las normas
establecidas, como Dora Carrington, Lytton Strachey y Duncan Grant, o el amante
de éste, el economista Maynard Keynes. Todo ese clima de vínculos sentimentales
se van perfilando hasta llegar tal vez a la relación más intensa y plenamente
sensual que viviría la narradora, esto es, con la aristócrata Vita
Sackville-West, que antes de conocerla ya la consideraba como «la mejor escritora
viva».
Por otra parte, como buena
argentina, la autora no puede resistirse a aludir a Freud al examinar la
sexualidad y la aparente bipolaridad de Virginia, aunque sin ensañarse en la
parte más sórdida de su enfermedad, ya que «en realidad, Virginia vivió pocos
episodios en los que las alucinaciones y el estado maniaco la llevara a perder
el sentido de la realidad». De hecho, los síntomas iban y venían –lo que a fin
de cuentas le haría poder dedicarse a escribir de forma metódica–, desde su
primer intento de suicidio en el crucial 1904, y luego desde su segundo intento
en 1913, «al borde de la muerte» por una sobredosis de veronal. Lo logrará
finalmente el 28 de marzo de 1941, decidiéndose ahogarse en el río Ouse con una
piedra en el bolsillo de su vestido, a los 59 años, dejando dos cartas, una
para Vanessa y otra para su marido en la que decía, con una lucidez
escalofriante: «Estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. Creo que no
puedo superar otra de aquellas terribles temporadas. No voy a curarme en esta
ocasión... estoy haciendo lo que me parece mejor... No puedo seguir destrozando
tu vida por más tiempo».