Recordar lo que se sabe sin que lo descubran los demás a ras de vida, o
hacerlo descubrir bajo el enigma del lenguaje y el misterio de lo que se
insinúa, tal vez sea el deseo poético, inconsciente de Pilar Adón; o así puede
desprenderse del décimo séptimo poema de esta «Mente animal», su cuarto
poemario tras los libros «Con nubes y animales y fantasmas» (2006) y «La hija
del cazador» (2011), y los cuadernillos «Alimento» (2001) y «De la mano iremos
al bosque» (2010). «He visto algo grandioso e inexplicable / y no por ello he
cambiado», dice al comienzo de esa pieza que, como en el resto de páginas,
predisponen al lector a enfrentarse a toda pequeña atmósfera literaria llena de
percepciones en torno a una naturaleza a la vez vista desde el interior de una
casa, desde el interior de una familia, se podría decir, y de una voz que
observa y unos ojos que rememoran.
De ahí que el escritor Manuel Longares, que dedica unas palabras a glosar
la obra, diga que «“Mente animal” es una vía de adaptación al paisaje, una
lúcida confrontación con la evidencia». El cobertizo, los animales, los leños;
el abuelo, la granja, sombras de suicidios: la poesía de Adón compone «un
cuadro familiar a partir de retazos» (poema décimo de la primera parte, «El
mundo hueco»), algo asfixiante y muy críptico, rodeado de pequeños seres vivos
que toman el primer plano hasta que el propio espíritu se une al de las bestias
salvajes. El sujeto poético, naturalizado sin poder evitarlo, ansía un árbol,
una roca; en sus dedos, tiene «el terreno y los frutos». Poesía esta que
engarza con «La hija del cazador», en tono y materia, y que palpa un mismo
musgo hermético.
Publicado en La Razón, 12-II-2015