Precioso ejercicio este de convertir a Kafka en personaje literario a partir de lo que pudo pensar, hacer, sentir. Todo alrededor de un tiempo muy específico y de una persona que será determinante en la recta final de su vida. Así, el alemán Michael Kumpfmüller coloca al escritor en julio de 1923, en la colonia judía de Müritz, a orillas del mar Báltico, en la que estuvo de vacaciones ya enfermo de tuberculosis, recreando la atracción que sentirá por la mujer que conoce allí, la cual ejerce como cocinera pero en realidad es actriz, Dora Diamant. Ésta conoce al «doctor», como se le llama desde el principio, y queda subyugada por su finura, intensidad y delicadeza: «Es su boca, son sus palabras, que tienen el efecto de un baño, él la va empapando lentamente. Ningún hombre la había mirado así antes, él ve la carne, el temblor bajo la piel, su agitación, y a ella todo le parece bien».
Ese magnetismo que exhala Kafka, esa mirada ciertamente excepcional del mundo es lo que va a atraer a Dora al instante en «La grandeza de la vida» (traducción de Belén Santana), título tomado de una frase de los diarios del genio checo y que sirve como epígrafe del libro. Kumpfmüller ha tenido el gran acierto literario de, por así decirlo, aprovecharse de que la correspondencia entre ambos no se pudo conservar. El propio autor cuenta en una nota final que se sabe que en 1924 Dora contaba con veinte cuadernos de notas y treinta y cinco cartas de Kafka, todo lo cual fue confiscado por la Gestapo en 1933 en un registro en su casa. Lo que tales escritos hubiera podido arrojar sobre la vida del narrador es aquí, pues, estímulo para la imaginación.
Vemos a Kafka decidiendo instalarse con Dora en Berlín, a la vez temeroso de la opinión de su familia; lo vemos bregar con una República de Weimar en plena hiperinflación; lo vemos preocupado, pero encontrando protección en los brazos de su novia; y lo vemos enfermo, con fiebre, con tos, con la muerte que lo acecha y se lo acabará llevando en junio de 1924. Está prácticamente esquelético de comer tan poco, se tiene que mudar varias veces, quiere escribir, se deja convencer de que ha de olvidarse de viajar a Palestina y se interesa por el judaísmo –Dora procede de una familia judía ortodoxa–, pero toda acción será sólo transitoria: su destino, aun rodeado de amor, estaba fatalmente escrito.
Publicado en La Razón, 9-IV-2015