sábado, 18 de abril de 2015

Philip Roth llega a la base

Es más que probable que se trate del escritor con el mayor número de premios importantes recibidos en toda la historia. Desde que en 1960 se le diera el Nacional del Libro estadounidense por su debut, la colección de relatos «Goodbye, Columbus», hasta la obtención del Premio Príncipe de Asturias de las Letras hace tres años –a cuya ceremonia de entrega no acudió pretextando problemas de salud, aunque envió un texto que leyó el embajador americano en España–, la carrera de Philip Roth (Nueva Jersey, 1933) está enmarcada por un éxito clamoroso de público y crítica como la de ningún otro autor norteamericano de las últimas seis décadas. La adoración por la narrativa de Roth es casi unánime, continua, sin fisuras, y se refleja en esos galardones que ha ganado en tantas ocasiones (National Book Award, National Book Critics Circle Award, Medalla de Oro de Ficción, Mejor Libro del Año dos veces...) que sólo se le puede equiparar a compatriotas insignes en eso de acaparar condecoraciones artísticas como William Faulkner o su amigo Saul Bellow. Hasta desde el campo político fue agasajado al tener el honor de recibir, en 1988, la Medalla Nacional de las Artes en la Casa Blanca, así como en el mismo sitio, en 2011, la Nacional de Humanidades.

Bellow, precisamente –premio Nobel muy pronto, en 1976, y muerto en 2005– sería uno de sus grandes admiradores. En una carta de 1982, se autodefinió como «estadounidense, judío, novelista», lo que también podría valer para Roth, al que había conocido de joven en Chicago y al que enseguida le dijo que era «muy bueno». Se referiría a los textos que integrarían aquel primer libro suyo donde se daban cita el humor, el judaísmo y la introspección psicológica. Roth seguiría en esa senda con «El mal de Portnoy» a finales de los años sesenta –historia que contaba el obsesivo pensamiento sexual de su protagonista, marcado por una madre represiva y judía, mediante un monólogo a su psiquiatra–, y sobre todo con obras en las que el autor se desdoblaba en su personaje estrella, Zuckermann, que llegó a su cenit en los años noventa con la «trilogía americana» compuesta por las novelas «Pastoral americana», ganadora del Pulitzer, «Me casé con un comunista» y «La mancha humana», de intenso trasfondo político, en torno a la época del presidente McCarthy, y hasta abordando asuntos relacionados con el terrorismo.

Ahora es otro tipo de «americanización» la que se nos propone, inédita pese a que la mayoría de sus libros están volcados al español, desde la editorial Contra: David Paradela López firma la traducción de esta novedad de abril, «La gran novela americana», y destacar al responsable es relevante por cuanto el lector hallará el Roth más experimental con el idioma, el que juega con las palabras a partir de la costumbre de un personaje de hablar o escribir usando aliteraciones o a partir de la singularidad semántica de ciertos nombres propios. De hecho, la novela tiene un inicio asombroso, a lo «Moby Dick», pues se lee: «Llamadme Smitty», personaje que se lanza a pronunciar una retahíla de términos empezados por la letra «b», y luego «c» y «r»; por algo se llama Word (palabra en inglés) Smith, un aficionado para el que la historia del béisbol –la Liga Americana, la Liga Nacional de Béisbol y la Liga Patriota– no tiene secreto alguno y que ha sido compañero de pesca de Ernest Hemingway.

Ese tal Smith dice haber sido miembro de la Asociación de Cronistas de Béisbol hasta 1946, y presume de haber estado en seis ocasiones en las votaciones para el Salón de la Fama de este deporte (Roth dice haber acudido a la biblioteca de esta institución en busca de datos que literaturizar), aunque luego sería difamado y encarcelado. Al poco de confesar tal cosa, aparece en un flashback el autor de «El viejo y el mar», bravucón y provocador, que en 1936 le preguntaba a su amigo en las aguas de Florida: «¿Sabes quién es el malparido que va a escribir la Gran Novela Americana?». Y al poco de afirmar que sería el propio Smitty, espetaba: «¿No es eso lo que pensáis los cronistas deportivos? ¿Qué un día os encerraréis en una cabaña y escribiréis la GNA?». Roth convierte esa búsqueda utópica dentro de la tradición literaria estadounidense en carne sarcástica sobre un desafío que tiene mucho de vanidad: el de ser capaz de captar en una obra la esencia de los Estados Unidos. Desafío que a cada poco surge en los planes de ciertos autores y que en «La gran novela americana» sirve de tema conductor guasón. De tal modo que «Moby Dick» de Herman Melville, «Huckleberry Finn», de Mark Twain, «La letra escarlata» de Nathaniel Hawthorne son oportunidad para la chanza de Hemingway, y con ello Roth practica el humorismo que le ha hecho tan característico en torno a la sociedad yanqui.

El narrador se las compone para vincular estas obras maestras de la literatura con la liga de béisbol, de la que se proporciona un gran número de anécdotas, estadísticas y comentarios de jugadores, en un alarde retórico en el que el lector recibe una sorpresa tras otra, y el texto se va politizando hasta que se ejecute la expulsión de supuestos beisbolistas próximos al Partido Comunista ante el Comité de Actividades Antiamericanas. La crítica sociopolítica se hace clarividente al compás de asociaciones en defensa del americanismo y a lo largo de peripecias a cual más desconcertante, como las andanzas del pícher Gil Gamesh –expulsado de la Liga por vulnerar la ley– por la Rusia soviética, las acciones del enano Bob Yamm, «bateador emergente», o las maniobras contundentes del general Oakhart, «soldado, patriota y presidente de la Liga».

Así, Roth en realidad escribe en «La gran novela americana» la gran novela americana tomando como base el juego más enraizado en la cotidianidad gringa –la imagen de un padre y su hijo lanzándose una bola de béisbol, al fin y al cabo, está en la médula de la educación familiar y escolar en los Estados Unidos–, así como expandiendo asuntos polémicos que alcanzan un frenesí verbal por medio del viejo Smitty. Éste, desde un asilo neoyorquino, en 1973, tendrá la ocurrencia de escribirle al presidente Mao Zedong para, después de compararse con el narrador que describió las atrocidades del gulag, Alexandr Solzhenitsin, señalado como enemigo del pueblo desde el gobierno de Moscú, le proponga publicar en China, ya que en Norteamérica no puede, su obra «La gran novela americana». Es la definitiva burla a ese empeño literario que tanto juego ha dado, también desde perspectivas periodísticas y de marketing editorial: un viejo ninguneado que presume de haber escrito, como diría el Hemingway de ficción aquí, la GNA. Y es que, quien más quien menos ha reflexionado sobre ello; el propio Roth abre el libro con una cita muy ingeniosa de Frank Norris (autor del tercer tercio del siglo XIX), extraída de su ensayo «Las responsabilidades del novelista»: «La Gran Novela Americana no es algo extinto como el dinosaurio, sino mítico como el hipogrifo». Y como mito, siempre existirá en la imaginación y nunca se hará realidad.


Publicado en La Razón, 11-IV-2015