Es más que probable que se trate del escritor con el mayor
número de premios importantes recibidos en toda la historia. Desde que en 1960
se le diera el Nacional del Libro estadounidense por su debut, la colección de
relatos «Goodbye, Columbus», hasta la obtención del Premio Príncipe de Asturias
de las Letras hace tres años –a cuya ceremonia de entrega no acudió pretextando
problemas de salud, aunque envió un texto que leyó el embajador americano en
España–, la carrera de Philip Roth (Nueva Jersey, 1933) está enmarcada por un
éxito clamoroso de público y crítica como la de ningún otro autor
norteamericano de las últimas seis décadas. La adoración por la narrativa de
Roth es casi unánime, continua, sin fisuras, y se refleja en esos galardones
que ha ganado en tantas ocasiones (National Book Award, National Book Critics
Circle Award, Medalla de Oro de Ficción, Mejor Libro del Año dos veces...) que
sólo se le puede equiparar a compatriotas insignes en eso de acaparar
condecoraciones artísticas como William Faulkner o su amigo Saul Bellow. Hasta
desde el campo político fue agasajado al tener el honor de recibir, en 1988, la
Medalla Nacional de las Artes en la Casa Blanca, así como en el mismo sitio, en
2011, la Nacional de Humanidades.
Bellow, precisamente –premio Nobel muy pronto, en 1976, y
muerto en 2005– sería uno de sus grandes admiradores. En una carta de 1982, se
autodefinió como «estadounidense, judío, novelista», lo que también podría
valer para Roth, al que había conocido de joven en Chicago y al que enseguida
le dijo que era «muy bueno». Se referiría a los textos que integrarían aquel
primer libro suyo donde se daban cita el humor, el judaísmo y la introspección
psicológica. Roth seguiría en esa senda con «El mal de Portnoy» a finales de
los años sesenta –historia que contaba el obsesivo pensamiento sexual de su
protagonista, marcado por una madre represiva y judía, mediante un monólogo a
su psiquiatra–, y sobre todo con obras en las que el autor se desdoblaba en su
personaje estrella, Zuckermann, que llegó a su cenit en los años noventa con la
«trilogía americana» compuesta por las novelas «Pastoral americana», ganadora
del Pulitzer, «Me casé con un comunista» y «La mancha humana», de intenso
trasfondo político, en torno a la época del presidente McCarthy, y hasta
abordando asuntos relacionados con el terrorismo.
Ahora es otro tipo de «americanización» la que se nos
propone, inédita pese a que la mayoría de sus libros están volcados al español,
desde la editorial Contra: David Paradela López firma la traducción de esta
novedad de abril, «La gran novela americana», y destacar al responsable es
relevante por cuanto el lector hallará el Roth más experimental con el idioma,
el que juega con las palabras a partir de la costumbre de un personaje de
hablar o escribir usando aliteraciones o a partir de la singularidad semántica
de ciertos nombres propios. De hecho, la novela tiene un inicio asombroso, a lo
«Moby Dick», pues se lee: «Llamadme Smitty», personaje que se lanza a
pronunciar una retahíla de términos empezados por la letra «b», y luego «c» y
«r»; por algo se llama Word (palabra en inglés) Smith, un aficionado para el
que la historia del béisbol –la Liga Americana, la Liga Nacional de Béisbol y
la Liga Patriota– no tiene secreto alguno y que ha sido compañero de pesca de
Ernest Hemingway.
Ese tal Smith dice haber sido miembro de la Asociación de
Cronistas de Béisbol hasta 1946, y presume de haber estado en seis ocasiones en
las votaciones para el Salón de la Fama de este deporte (Roth dice haber
acudido a la biblioteca de esta institución en busca de datos que
literaturizar), aunque luego sería difamado y encarcelado. Al poco de confesar
tal cosa, aparece en un flashback el autor de «El viejo y el mar», bravucón y
provocador, que en 1936 le preguntaba a su amigo en las aguas de Florida:
«¿Sabes quién es el malparido que va a escribir la Gran Novela Americana?». Y
al poco de afirmar que sería el propio Smitty, espetaba: «¿No es eso lo que
pensáis los cronistas deportivos? ¿Qué un día os encerraréis en una cabaña y
escribiréis la GNA?». Roth convierte esa búsqueda utópica dentro de la
tradición literaria estadounidense en carne sarcástica sobre un desafío que
tiene mucho de vanidad: el de ser capaz de captar en una obra la esencia de los
Estados Unidos. Desafío que a cada poco surge en los planes de ciertos autores
y que en «La gran novela americana» sirve de tema conductor guasón. De tal modo
que «Moby Dick» de Herman Melville, «Huckleberry Finn», de Mark Twain, «La
letra escarlata» de Nathaniel Hawthorne son oportunidad para la chanza de
Hemingway, y con ello Roth practica el humorismo que le ha hecho tan
característico en torno a la sociedad yanqui.
El narrador se las compone para vincular estas obras
maestras de la literatura con la liga de béisbol, de la que se proporciona un
gran número de anécdotas, estadísticas y comentarios de jugadores, en un alarde
retórico en el que el lector recibe una sorpresa tras otra, y el texto se va
politizando hasta que se ejecute la expulsión de supuestos beisbolistas
próximos al Partido Comunista ante el Comité de Actividades Antiamericanas. La
crítica sociopolítica se hace clarividente al compás de asociaciones en defensa
del americanismo y a lo largo de peripecias a cual más desconcertante, como las
andanzas del pícher Gil Gamesh –expulsado de la Liga por vulnerar la ley– por
la Rusia soviética, las acciones del enano Bob Yamm, «bateador emergente», o
las maniobras contundentes del general Oakhart, «soldado, patriota y presidente
de la Liga».
Así, Roth en realidad escribe en «La gran novela americana»
la gran novela americana tomando como base el juego más enraizado en la
cotidianidad gringa –la imagen de un padre y su hijo lanzándose una bola de
béisbol, al fin y al cabo, está en la médula de la educación familiar y escolar
en los Estados Unidos–, así como expandiendo asuntos polémicos que alcanzan un
frenesí verbal por medio del viejo Smitty. Éste, desde un asilo neoyorquino, en
1973, tendrá la ocurrencia de escribirle al presidente Mao Zedong para, después
de compararse con el narrador que describió las atrocidades del gulag, Alexandr
Solzhenitsin, señalado como enemigo del pueblo desde el gobierno de Moscú, le
proponga publicar en China, ya que en Norteamérica no puede, su obra «La gran
novela americana». Es la definitiva burla a ese empeño literario que tanto
juego ha dado, también desde perspectivas periodísticas y de marketing
editorial: un viejo ninguneado que presume de haber escrito, como diría el
Hemingway de ficción aquí, la GNA. Y es que, quien más quien menos ha
reflexionado sobre ello; el propio Roth abre el libro con una cita muy
ingeniosa de Frank Norris (autor del tercer tercio del siglo XIX), extraída de
su ensayo «Las responsabilidades del novelista»: «La Gran Novela Americana no
es algo extinto como el dinosaurio, sino mítico como el hipogrifo». Y como
mito, siempre existirá en la imaginación y nunca se hará realidad.
Publicado en La Razón, 11-IV-2015