«De qué sirve la sabiduría –libro así titulado del año 2005– si sólo puede alcanzarse en soledad, reflexionando sobre lo que hemos leído?», se preguntaba un Harold Bloom algo melancólico en su volumen más personal tal vez, el que ligaba con mayor vigor sentimiento y erudición. Tras una vida entera dedicada a la literatura, Bloom mostraba conclusiones y enseñanzas derivadas de tanto tiempo de estudio y profesorado; afirmaciones que huían del mero conocimiento –analizando obras que iban sobre la Biblia hasta Proust– para convertirse en materia, pedagógica, clarividente y hasta consolatoria. El maestro de Yale y crítico literario independiente, y tan controvertido desde que popularizara el concepto de «canon occidental» para jerarquizar las grandes creaciones literarias, sigue en cada una de sus recopilaciones de artículos y ensayos ofreciendo sus íntimos gustos estéticos y las pautas con las que se ha movido en su carrera, despreciando el historicismo, rechazando la filosofía y centrándose en los meros textos.
A la cabeza de todos ellos, aquel que le despierta «la “bardolatría”, la adoración de Shakespeare», que según él «debería ser una religión secular más aún de lo que ya es» (dice en «Shakespeare, la invención de lo humano»). Tantos cientos de páginas ha consagrado al autor de «Hamlet» que Bloom le dedicado en “Poemas y poetas. El canon de la poesía» y apenas cuatro, por supuesto sobre los «Sonetos», después de su ensayo sobre Petrarca, que estudia por oposición a Dante. Analista minucioso que, sin embargo, evita contemplar las letras desde su vertiente social, en todos sus libros encontramos a Bloom justificando su pasión lectora como la posibilidad de conocerse a uno mismo y a los demás mediante los libros. En una breve introducción, así lo reitera al explicar que lee poesía «para soportar la mortalidad. En momentos de peligro y grave enfermedad he recurrido al intenso consuelo de recitarme poemas a mí mismo, ya sea en voz alta o en silencio». Y añade, sentimentalmente: «La poesía no puede sanar la violencia organizada de la sociedad, pero puede realizar la tarea de sanar al yo».
En diversas ocasiones, y lo hace igualmente en este libro traducido impecablemente por Antonio Rivero Taravillo, Bloom ha contado que se enamoró de la poesía al descubrir de niño a William Blake y Hart Crane. Y precisamente, en el capítulo dedicado al primero, aprovecha para preguntarse sobre «la formación del canon» en Occidente, por parte del mundo de la crítica literaria, y que –la influencia del judaísmo en Bloom, a la hora de leer determinados escritos, es indudable– «comenzó con la creación de las Escrituras, cuando los rabinos aceptaron ciertos textos y rechazaron otros, hasta llegar finalmente a la biblioteca de treinta y nueve libros a los que hoy nos referimos normalmente con el nombre de Antiguo Testamento»; e incluso comenta la procedencia etimológica del término: del griego «kanon» (regla de medir) y del latín (que añadió el significado de «modelo»), que es ya una marca indistinguible de su actividad intelectual.
Los poetas clásicos de la literatura inglesa tienen desde luego una destacada presencia en el libro, primero John Donne y Andrew Marvell; y luego: Words-worth, Coleridge, Lord Byron, Shelley y Keats, además de Elizabeth Barrett Browning y Robert Browning; más Mathew Arnold, «un poeta romántico que no deseaba serlo», que Bloom destaca como prosista y crítico literario en dos páginas tan sólo; Christina Rossetti, con su «El mercado de los duendes», que ha generado interpretaciones académicas muy diversas, desde posturas marxistas a feministas; Gerard Manley Hopkins y Tennyson. Y de las islas británicas será inevitable saltar a la Norteamérica de esa época, con Emily Dickinson, la persona que, de entre todos los poetas de los siglos XIX y XX, afirma, «nos presenta las más auténticas dificultades cognitivas» y cuya mente estamos intentando, hoy, empezar a alcanzar.
Pero no sólo de literatura inglesa vive Bloom. Surge Aleksandr Pushkin, «un agradable rompecabezas para un crítico norteamericano que no sabe ruso» y cuya novela en verso «Evgueni Oneguin» le despierta «una sostenida fascinación». De Charles Baudelaire comenta su postura negativa ante la abrumadora autoridad literaria de Victor Hugo; rebaja las virtudes innovadoras de Rimbaud en caso de que hubiera escrito en inglés; y de Paul Valéry alaba sus «ideas críticas». Asimismo, la literatura en español aparece en las figuras de Pablo Neruda y Octavio Paz. Pero, como suele hacer, son pretextos para seguir hablando de Whitman o Stevens, o de la poesía política, o a mi juicio equivocarse de lleno al enjuiciar la poesía de Borges, o extenderse en disquisiciones sobre «El laberinto de la soledad» del Nobel mexicano en vez de centrarse en sus versos.
Con todo, de este arsenal de comentarios poéticos de autores de sobrada fama, siempre originales y estimulantes para aprender o colocarnos a favor o en contra de sus opiniones, cabrá señalar la posibilidad de conocer a poetas con los que el lector español seguramente no está demasiado familiarizado: los estadounidenses Edwin Arlington Robinson y Paul Laurence Dunbar, «el primer poeta afroamericano importante» (ambos a caballo entre el siglo XIX y XX). O Theodore Roethke, que llegó a ser premio Pulitzer. O Robert Hayden, «uno de los grandes poetas americanos modernos». O James Dickey y su poema emersoniano «El otro». Todos ellos comparten gloria y posteridad junto con otros más célebres, como Robert Frost, Auden, Elizabeth Bishop e incluso John Berryman. Poetas que ya sólo podemos leer, como asimismo Robert Graves y Seamus Heaney, al lado de otros cuya voz aún es posible escuchar –caso de John Ashbery, W. S. Mervin, Derek Walcott, Geoffrey Hill, Jay Wright o Anne Carson– y que representan la pasión lectora insuperable de un Bloom que busca, también entre sus contemporáneos, sanar su yo con versos.