Somos animales climáticos. Josep Pla hablaba de cómo la tramontana
gerundense afectaba al ánimo, y lo mismo se podría suponer de todo tipo de
latitudes: la nieve o la insolación, la huella del desierto o el manantial. El
país que cuenta con mayor número de escritores en proporción a su corto número
de habitantes, Islandia, apenas ha reflejado en sus libros el peso de sus meses
nocturnos, a causa del llamado sol de medianoche, a la hora de inventar
personajes y argumentos. ¿Hasta qué punto, entonces, los factores climáticos,
el lugar del planeta que habitemos, tiene una influencia en el lenguaje o el
tono literarios? ¿Es posible hablar de hablar de «temperaturas literarias», de
libros cálidos, fríos, de sensaciones de lectura que impliquen ciertos grados
Fahrenheit o Celsius en el humor del lector?
En esa dirección formuló un interesante pensamiento el premio Nobel chino
Gao Xingjian, en un ensayo titulado «Por una literatura fría» (2003), señalando la
preocupación de que las letras dependan de factores no artísticos, sino
sociales o políticos, y poniendo como paradigma de escritor frío a Franz Kafka,
o sea, el que escribe de espaldas a la sociedad y a la edición, sin satisfacer
las expectativas ajenas: «Una estética basada en las emociones humanas no
pierde vigencia, aunque las modas en arte y literatura se sucedan». Es la
emoción lo que cuenta, esa especie de termómetro interior que sube o baja
grados en la percepción de cada lectura. Otro premio Nobel, el caribeño Derek Walcott, tiene
una gran frase en su ensayo «La voz del crepúsculo» (2000) al respecto: «No hay
más historia que la historia de la emoción», y advierte más adelante que los
orígenes propios de la literatura son los de la interpretación, pues es el
actor quien ancestralmente daba otro tipo de calor al grupo, junto al fuego de
la noche, con sus historias.
La larga y cálida literatura
Parafraseando el título de la
película de 1958 «El largo y cálido verano», protagonizada por Orson Welles y
un joven Paul Newman, y escrita por William Faulkner, que recreó a la
perfección el sudoroso ambiente del Sur norteamericano, se podría decir que la
larga historia de la literatura está plagada, empapada, del sudor del calor.
Infinidad de novelas han hecho de ello un factor más del argumento, a veces
para erotizar situaciones, otras, para sumir al pueblo o ciudad en cuestión en
una especie de parálisis, en otras, para representar la pasividad o el tedio de
los personajes. Fundamentalmente, en las letras del citado Sur estadounidense,
e incluso en la novela negra ambientada en las grandes ciudades del país ─que
unen el suspense a la agobiante sofocación de unas calles tan peligrosas como
abrasadoras─, y, por supuesto, en las islas y tierras continentales en torno al
Caribe. Las narraciones del colombiano Gabriel García Márquez, los relatos del
mexicano Juan Rulfo, el «Paradiso» del cubano José Lezama Lima o «La guaracha
del macho Camacho», del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, destilan cuerpos acalarados
que al mismo tiempo reflejan todo un ritmo vital del país, y por lo tanto, toda
una sociología, todo un modo de afrontar la cotidianidad.
Junto a esta temperatura
explícita, está la otra, la conceptual, la que insinuaba Xingjian al abordarla en su extremo frío, en relación con Kafka y la literatura
del centro y este europeo. Una frialdad que es una máscara más: a la pregunta de Joaquín Soler
Serrano a Jorge Luis Borges, en su programa televisivo «A Fondo», sobre si
podía ser tildado de escritor frío, el argentino respondió que en absoluto, que
en realidad él era un hombre muy sentimental que escribía, por timidez,
mediante símbolos. Y los símbolos, los tropos, son universales, no entienden de
termómetros o predicciones meteorológicas. En este caso, la emoción o el placer
lector que se desprenden de los cuentos de Borges es una emoción intelectual.
Pero ni el más intelectual y «frío» de los escritores es invulnerable a la
melancolía, a ese «taedium vitae» que, durante los meses veraniegos precisamente,
puede no sólo resultar más intenso, sino más que desesperanzado: mortuorio, y
por propia voluntad.
Y es que, en multitud de ocasiones, verano, sensibilidad artística y suicidio han
sido tres elementos que han estado más ligados de lo que pueda pensarse. Los
médicos entienden que el estío es la temporada preferida para los suicidas.
¿También para los escritores?
El suicidio del verano
En «El corazón
de las tinieblas» (1902), de Joseph Conrad, el protagonista, el marinero Marlow,
pregunta a un capitán del barco por qué se ahorcó un hombre al que este último
había encontrado en la carretera; y esta fue la contestación: «¿Quién sabe?
Demasiado sol para él». Una respuesta ciertamente lacónica y en apariencia
absurda pero que puede esconder una gran realidad alrededor del efecto que el
calor puede tener en actitudes proclives a la autodestrucción, ya estudiada por
Émile Durkheim, autor del manual «Le suicide», publicado en 1897. El sociólogo
francés encontró, mediante un completo estudio estadístico, que «no es en
invierno ni en otoño cuando el suicidio alcanza su máximum, sino en la bella
estación, cuando la naturaleza es más risueña y la temperatura más dulce. El
hombre deja con preferencia la vida en el momento en que le resulta más fácil».
Tradicionalmente, las estadísticas a lo
largo del último siglo han dado la razón a aquella afirmación: el contraste
entre la mayor vida social característica de las estaciones primaverales o
estivales y la tristeza o desesperación que pueda sentir el individuo explotan
en un contraste devastador para el ánimo. (Ya lo dijo Antonio Di Benedetto en
su curiosa novela «Los suicidas» en 1969: «El suicidio aumenta con el alcohol,
que envalentona; con el calor y la vida en ciudad…») Y tampoco faltarán situaciones
colindantes con el acceso de locura irrefrenable causado por la ferocidad del
Astro Rey: «Parece resultar, de algunas observaciones, que los calores
demasiado violentos excitan al hombre a matarse. En los trópicos no es raro ver
a los hombres precipitarse bruscamente en el mar, cuando el sol lanza
verticalmente sus rayos», aseguró Durkheim. A eso hay que añadir que, según los
psicólogos, los escritores son de diez a veinte veces más propensos que otras
personas a sufrir adicción al alcohol y enfermedades depresivas que, a menudo,
pueden provocar un gesto letal contra sí mismos.
En algunos
casos, tal tragedia se dará, por motivos políticos, como los que llevaron al
filósofo Water Benjamin a suicidarse en Port-Bou, antes de que lo atraparan los
nazis, en 1940, si bien el tedio, la melancolía ya estaba en él, acrecentada
bajo el sol y la luz primero de Niza, donde redactó un testamento y confesó a
un amigo berlinés su deseo de quitarse la vida, y luego estando en Ibiza, tras
una fuerte decepción con una mujer, en el verano de 1932. En otras ocasiones,
en cambio, la combinación de sopor vital y caluroso y suicidio no se llevará a
cabo; como en los casos de Hermann Hesse y Borges, que intentaron matarse con
una pistola en su juventud veraniega ─el primero, perdido en un bosque y
agobiado por unos estudios religiosos que le asqueaban; el segundo en un hotel,
quizá por un desengaño amoroso─, aunque, por fortuna para las letras
universales, no acabaran haciéndolo.
Publicado en La Razón,
5-VII-2015