domingo, 12 de julio de 2015

Por qué es útil denunciar la barbarie

Hay una nota a pie en la página 34 de esta voluminosa novela que explica un término que resume toda una época llena de crímenes, intimidación, censura: «Vozhd», que pronuncia un personaje en un animado diálogo, tiene la definición de «“guía”, “líder”. Voz rusa utilizada para ensalzar a Stalin como héroe indiscutido y líder supremo». Es el hombre que no se equivoca, que lleva al pueblo «de victoria en victoria», aquél que es considerado «sabio, grande, genial, omnisapiente». Porque, de no hablar así de él, hay muchas posibilidades de que uno sea borrado del mapa. Sobre la persecución del gobierno estalinista al pueblo llano y a todo tipo de intelectuales tuvimos hace escasas fechas un trabajo extraordinario de Karl Schlögel, «Terror y utopía. Moscú en 1937», que analizaba las tragedias humanas de la Unión Soviética de 1930 para reivindicar su importancia histórica, menos atendida que el horror de la barbarie nacionalsocialista. «Predominaba –decía el historiador alemán–, en ese sentido, una curiosa asimetría. A un mundo que había grabado en su memoria nombres como los de Dachau, Buchenwald y Auschwitz se le hacía difícil tratar con nombres como los de Vorkutá, Kolimá o Magadá».

Y ciertamente, todos conocían los libros de Primo Levi pero apenas se sabía nada de testimonios escritos de autores rusos como el que acaba de recuperar del olvido la editorial Sexto Piso: Yuri Dombrovski, que sufrió una existencia increíblemente espantosa. Esta novedad completaría, para el lector interesado en dicho olvido –al fin y al cabo, «una segunda muerte», como diría Schlögel–, el libro de Borís Yampolski e Ilyá Konstantínovski, «Asistencia obligada» (2013), que tenía como protagonistas a dos escritores amigos que recreaban el clima de represión que vivieron ellos y sus colegas, sobre todo desde el primer congreso de la Unión de Escritores Soviéticos, en 1934. Como tantos otros de sus compañeros escritores, la vida de Dombrovski estaría marcada por el exilio y la marginalidad, por el oprobio más absoluto: primero en Almá-Atá, Kazajistán, y luego en el campo de Kolimá, en el noreste de Siberia. Un tercio de su vida padeció tal confinamiento, hasta que en 1950 pudo volver a su natal Moscú.

Sin embargo, la desgracia lo siguió hasta los últimos momentos: unos individuos lo atacaron con tal brutalidad, en el vestíbulo de la Casa Central de los Literatos, que las heridas provocadas le llevaron a la muerte en un hospital. Al menos le quedaría la recompensa de haber visto publicado su libro, en el que trabajaría de 1964 a 1975, en la editorial parisina que, también en ruso, había publicado «Archipiélago Gulag» de Aleksandr Solzhenitsin. Marta Rebón y Ferran Mateo, en el epílogo, comparan las dificultades que padeció «La facultad de las cosas inútiles» con las de «El maestro y Margarita» de Mijaíl Bulgákov y «Vida y destino» de Vasili Grossman, y citan esta reveladora afirmación de Dombrovski: «¿Por qué me dediqué once años a escribir este grueso manuscrito? Es muy sencillo: de ningún modo podría no haberlo escrito. La vida me concedió una oportunidad irrepetible: me había convertido en uno de los ya dolorosamente escasos testigos de la mayor tragedia de la era cristiana. ¿Cómo habría podido dejar a un lado y esconder lo que había presenciado, lo que sabía y aquello sobre lo que había reflexionado tanto?».

Lo hará a partir de las aciagas vicisitudes de su protagonista, Gueorgui Nikoláievich Zibin, conservador de antigüedades del Museo Central de Kazajistán –simbolizando así la memoria de la cultura–-, y el arqueólogo Kornílov, un colega que está a cargo de los trabajos de excavación en el koljós (una «explotación colectiva en la Unión Soviética en la que se compartían el trabajo y los beneficios» pero en la que trabajaba gente obligadamente). El trasfondo intelectual que se deriva de la lectura, en torno a asuntos morales y artísticos, obviamente serán cosas totalmente inútiles para un régimen que, por ejemplo, en aquella etapa que analiza Schlögel, arrestó cerca de dos millones de personas, asesinó setecientas mil y encerró a 1,3 millones en campos de concentración y colonias de trabajos forzados. La novela capta muy bien el clima de hostigamiento hacia los trabajadores comunes de la Unión Soviética y las intervenciones de los funcionarios amenazadores. Nadie está a salvo; todos pueden ser señalados y condenados a ser culpables de cualquier cosa que el Partido decida. A Zibin lo arrestarán por «atribución de competencias ajenas» en el museo en torno a unos objetos recibidos que contienen un oro de repente desaparecido –la verdad del absurdo enredo se desvelará al final–, y en la cárcel podrá ver de cerca cómo se orquesta la delirante persecución de un sistema totalitario cruelmente caprichoso.

Como dice la traductora, «nada ni nadie doblegará sus principios éticos, revelando una fuerza interior que descolocará a sus interrogadores», pese a que conocía el lugar donde ejecutan a la gente y al que podía ir él. Se diría que la atmósfera narrativa, con el fiscal, con el juez instructor, los policías del Cuartel General del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) y otros órganos de seguridad, los oficiales que atosigan a preguntas, menos un jefe de Sección Política que trata bien a Zibin, proceden de Kafka, además de recordar novelas contemporáneas como la firmada por Monika Zgustova «La noche de Valia» (2013), sobre una mujer enviada a un campo de trabajos forzosos. El personaje, en ese año de 1937 «nefasto, tórrido, preñado de un terrible futuro», y el propio Dombrovski resistieron tenaces, cada uno a su modo obedeciendo al epígrafe elegido para abrir la obra –junto a una cita de Karl Marx– de Ray Bradbury: «Y cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: «‘‘Estamos recordando’’. Ahí es donde venceremos a la larga».


Publicado en La Razón, 9-VII-2015