Hay una nota a pie
en la página 34 de esta voluminosa novela que explica un término que resume
toda una época llena de crímenes, intimidación, censura: «Vozhd», que pronuncia
un personaje en un animado diálogo, tiene la definición de «“guía”, “líder”. Voz
rusa utilizada para ensalzar a Stalin como héroe indiscutido y líder supremo».
Es el hombre que no se equivoca, que lleva al pueblo «de victoria en victoria»,
aquél que es considerado «sabio, grande, genial, omnisapiente». Porque, de no
hablar así de él, hay muchas posibilidades de que uno sea borrado del mapa.
Sobre la persecución del gobierno estalinista al pueblo llano y a todo tipo de
intelectuales tuvimos hace escasas fechas un trabajo extraordinario de Karl
Schlögel, «Terror y utopía. Moscú en 1937», que analizaba las tragedias humanas
de la Unión Soviética de 1930 para reivindicar su importancia histórica, menos
atendida que el horror de la barbarie nacionalsocialista. «Predominaba –decía
el historiador alemán–, en ese sentido, una curiosa asimetría. A un mundo que
había grabado en su memoria nombres como los de Dachau, Buchenwald y Auschwitz
se le hacía difícil tratar con nombres como los de Vorkutá, Kolimá o Magadá».
Y ciertamente,
todos conocían los libros de Primo Levi pero apenas se sabía nada de
testimonios escritos de autores rusos como el que acaba de recuperar del olvido
la editorial Sexto Piso: Yuri Dombrovski, que sufrió una existencia
increíblemente espantosa. Esta novedad completaría, para el lector interesado
en dicho olvido –al fin y al cabo, «una segunda muerte», como diría Schlögel–,
el libro de Borís Yampolski e Ilyá Konstantínovski, «Asistencia obligada»
(2013), que tenía como protagonistas a dos escritores amigos que recreaban el
clima de represión que vivieron ellos y sus colegas, sobre todo desde el primer
congreso de la Unión de Escritores Soviéticos, en 1934. Como tantos otros de
sus compañeros escritores, la vida de Dombrovski estaría marcada por el exilio
y la marginalidad, por el oprobio más absoluto: primero en Almá-Atá,
Kazajistán, y luego en el campo de Kolimá, en el noreste de Siberia. Un tercio
de su vida padeció tal confinamiento, hasta que en 1950 pudo volver a su natal
Moscú.
Sin embargo, la
desgracia lo siguió hasta los últimos momentos: unos individuos lo atacaron con
tal brutalidad, en el vestíbulo de la Casa Central de los Literatos, que las
heridas provocadas le llevaron a la muerte en un hospital. Al menos le quedaría
la recompensa de haber visto publicado su libro, en el que trabajaría de 1964 a
1975, en la editorial parisina que, también en ruso, había publicado
«Archipiélago Gulag» de Aleksandr Solzhenitsin. Marta Rebón y Ferran Mateo, en
el epílogo, comparan las dificultades que padeció «La facultad de las cosas
inútiles» con las de «El maestro y Margarita» de Mijaíl Bulgákov y «Vida y
destino» de Vasili Grossman, y citan esta reveladora afirmación de Dombrovski:
«¿Por qué me dediqué once años a escribir este grueso manuscrito? Es muy
sencillo: de ningún modo podría no haberlo escrito. La vida me concedió una
oportunidad irrepetible: me había convertido en uno de los ya dolorosamente
escasos testigos de la mayor tragedia de la era cristiana. ¿Cómo habría podido
dejar a un lado y esconder lo que había presenciado, lo que sabía y aquello
sobre lo que había reflexionado tanto?».
Lo hará a partir
de las aciagas vicisitudes de su protagonista, Gueorgui Nikoláievich Zibin,
conservador de antigüedades del Museo Central de Kazajistán –simbolizando así
la memoria de la cultura–-, y el arqueólogo Kornílov, un colega que está a
cargo de los trabajos de excavación en el koljós (una «explotación colectiva en
la Unión Soviética en la que se compartían el trabajo y los beneficios» pero en
la que trabajaba gente obligadamente). El trasfondo intelectual que se deriva de
la lectura, en torno a asuntos morales y artísticos, obviamente serán cosas
totalmente inútiles para un régimen que, por ejemplo, en aquella etapa que
analiza Schlögel, arrestó cerca de dos millones de personas, asesinó
setecientas mil y encerró a 1,3 millones en campos de concentración y colonias
de trabajos forzados. La novela capta muy bien el clima de hostigamiento hacia
los trabajadores comunes de la Unión Soviética y las intervenciones de los
funcionarios amenazadores. Nadie está a salvo; todos pueden ser señalados y
condenados a ser culpables de cualquier cosa que el Partido decida. A Zibin lo
arrestarán por «atribución de competencias ajenas» en el museo en torno a unos
objetos recibidos que contienen un oro de repente desaparecido –la verdad del absurdo
enredo se desvelará al final–, y en la cárcel podrá ver de cerca cómo se
orquesta la delirante persecución de un sistema totalitario cruelmente
caprichoso.
Como dice la
traductora, «nada ni nadie doblegará sus principios éticos, revelando una
fuerza interior que descolocará a sus interrogadores», pese a que conocía el
lugar donde ejecutan a la gente y al que podía ir él. Se diría que la atmósfera
narrativa, con el fiscal, con el juez instructor, los policías del Cuartel
General del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) y otros órganos
de seguridad, los oficiales que atosigan a preguntas, menos un jefe de Sección
Política que trata bien a Zibin, proceden de Kafka, además de recordar novelas
contemporáneas como la firmada por Monika Zgustova «La noche de Valia» (2013),
sobre una mujer enviada a un campo de trabajos forzosos. El personaje, en ese
año de 1937 «nefasto, tórrido, preñado de un terrible futuro», y el propio
Dombrovski resistieron tenaces, cada uno a su modo obedeciendo al epígrafe
elegido para abrir la obra –junto a una cita de Karl Marx– de Ray Bradbury: «Y
cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: «‘‘Estamos recordando’’.
Ahí es donde venceremos a la larga».
Publicado en La Razón, 9-VII-2015