sábado, 29 de agosto de 2015

La lucha por la vida americana


Hay obras, como las que Kafka decía buscar, que te desarman y te dejan con incomodidad: Dorothy Parker o Raymond Carver, por citar un par de escritores de Estados Unidos, dado que ahora nos centraremos en un autor contemporáneo de ese país, tienen relatos que te golpean de frente. A menudo, nada relevante, apenas alguna conversación o unos movimientos solitarios de un personaje, basta, como también en el maravilloso caso de Hemingway, para provocar en el lector una sensación completa de impacto, emoción y hasta congoja. Pues bien, en el prólogo a estos cuentos completos que a E. L. Doctorow no le ha dado tiempo de ver publicados, al fallecer el pasado mes de julio, Eduardo Lago, que tanto ha hablado de y con –en Nueva York durante las dos últimas décadas– los narradores más importantes de aquellos lares, sostiene precisamente que “leer un cuento de Doctorow es una experiencia estética un tanto desasosegante. No falta nada en estos relatos, y sin embargo dejan en el lector una desazón muy profunda, como si exigieran que ocurriera algo más, cosa que de hecho sucede, sólo que, extrañamente, fuera de la página”.

Sin incurrir en quitar razones a este personal punto de vista, pero a la vez convencidos de que hay que evitar la constante y ya cansina idolatría que se le dispensa desde acá a casi todo autor estadounidense, publique lo que publique, cabría apuntar que Doctorow en ocasiones se acerca a transmitir tal desasosiego de forma notable, pero que en otros casos se queda lejos y vuelve tediosas o extrañas ciertas páginas. Cuentos como “Willi”, de corte onírico, con trasfondo familiar y violento, el raro “La depuradora”, el soliloquio llamado “Todo el tiempo del mundo” o el relato largo que cierra el libro, con referencia a una obra desde el título del Doctor Johnson, “Vidas de los poetas”, cuentos todos ellos en los que tal vez al lector le costará entrar, hasta familiarizarse con su tono enigmático, contrastan con otros en verdad sobresalientes y que dejan entrever el talento de Doctorow como observador de la vida americana. No en balde, Don DeLillo dijo sobre este “maestro de la ficción histórica”, como se le ha llamado haciendo hincapié en cómo ha usado diversos acontecimientos importantes de los Estados Unidos para nutrir sus novelas, que había hecho de las vidas ordinarias las protagonistas que, a fin de cuentas, levantan todo un país marcando su historia mayor.

Vidas perdidas

He aquí lo mejor de estos cuentos completos, traducidos por Carlos Milla Soler, Isabel Ferrer Marrades, Gabriela Bustelo y Jesús Pardo de Santayana: el hecho de cómo Doctorow elige ciertos perfiles de ciudadanos maltrechos por el infortunio, o nacidos o crecidos en condiciones muy particulares, y convierte sus pequeñas historias en toda una radiografía del vivir norteamericano, en las grandes ciudades o en la carretera, entre huérfanos, mujeres maltratadas o dementes, o inmigrantes bajo peligro. El propio autor dejó dicho cómo enfocó su arte cuentístico con estas palabras: «El cuento es más pequeño en escala, de modo que puedes ver el final más fácilmente. El viaje no es tan largo aunque sigue siendo un viaje, una forma de descubrir lo que quieres contar camino a su final. Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas». Él las rompe con textos en los que cuesta percibir sus intenciones y tienen a veces algo experimental, como los mencionados, y eso resulta siempre meritorio en última instancia, y en otros ejercicios interesantes, como “Wakefield”, donde da una vuelta de tuerca al sensacional cuento de Hawthorne en el que un hombre abandona sin decir una palabra a su mujer, para vigilarla enfrente durante años y regresar a casa como si nada.

Por otra parte, hay que destacar relatos como “El cazador”, sobre una maestra frustrada y algo desequilibrada, “El atraco”, con fondo eclesiástico, “Una casa en la llanura”, que recrea la huida de una madre y su hijo al antiguo Chicago, o “Niño muerto”, sobre un chiquillo encontrado sin vida en las inmediaciones de la Casa Blanca. Pero sobre todo el lector disfrutará de cuentos por completo redondos: llenos de fuerza e intensidad, entretenidos y palpitantes, con personajes de cuerpo y psicología magníficamente trazados. Hablamos de “El escritor de la familia”, en el que un adolescente es impelido a redactar cartas para contentar a su abuela, que pasa su ancianidad en un asilo; hablamos de “Jolene”, sobre una chica de sexualidad y matrimonio precoces cuya suerte a la hora de encontrar nuevas parejas se le volverá dramáticamente en contra; hablamos de “Bebé Wilson”, en el que una mujer loca y tierna rapta a un recién nacido ante el miedo y la lealtad que manifiesta su novio; hablamos de “Integración”, cuento en el que se celebra un matrimonio de conveniencia para conseguir los papeles con los que dos emigrantes pretenden quedarse en Estados Unidos y que cuenta con un telón de fondo mafioso y al fin esperanzadamente amoroso.

Todo lo cual devuelve la razón a Lago cuando se dedica a explicar la narrativa de Doctorow emparentándola con la de Jack London, por quien “el autor de los cuentos que ahora presentamos sintió siempre una adoración sin límites”; en ambos, ciertamente, hay “una concepción muy similar de la escritura”, al presentar personajes que se hacen a sí mismos, que ven la vida, porque no les queda más remedio, como una lucha en la que no cabe mirar hacia atrás, convirtiéndose en meros supervivientes, desconfiados y al mismo tiempo temerarios y predestinados a la desdicha.

Publicado en La Razón, 27-VIII-2015