Siguiendo la frase de Borges sobre el autor que nos ocupa –«La
obra de Chesterton es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca
una felicidad»–, diremos que Renacimiento y Acantilado insisten en darnos una
dicha tras otra. Se suceden los libros desde estas editoriales de lo que parece
una escritura que no acaba, que siempre divierte e ilumina desde lo paradójico
y una erudición fabulosa disfrazada de simpleza. En esta ocasión el lector
conocerá las “Alarmas y digresiones” (traducción de Miguel Temprano García) que
el
autor de “El hombre que fue Jueves” recopiló de entre sus artículos publicados
entre los años 1908 y 1910 –estamos, pues, ante un Chesterton treintañero– en
el periódico inglés “Daily News”. Y no le quitaremos la razón al escritor
cuando, en un sorprendente prefacio, emparente las gárgolas de las catedrales
con estos fragmentos “triviales”, a la sazón artículos “caóticos”, en una de
esas comparaciones que sólo se le hubieran podido ocurrir a él.
Imprevisible y siempre
desconcertante, Chesterton ironiza sobre el naturalista Thoreau defendiendo la
idea –él, un hombre que adoraba Londres– de que es preferible “la filosofía de
los adoquines y el cemento a la filosofía de las berzas”, pone en el mismo saco
los postes de telégrafo y la democracia, se postula más medieval que moderno,
como era habitual en él, y en general recrea sus paseos por calles y estaciones
de tren y los diálogos que allí proliferan. Un Chesterton este especialmente
“frívolo”, que lamenta el hecho de que el queso quede en el olvido para la
literatura europea, que va aportando cuentecillos de duques y pueblos, divide a
la gente en tres clases (de pueblo, poetas, y profesores o intelectuales) y
afila sus garras más sarcásticas cuando tiene objetivos tan vulnerables como
los delirantes miembros del “Manifiesto futurista”.
Publicado
en La Razón, 24-IX-2015