Entrar en la
Agencia Literaria Carmen Balcells, un piso noble de techos altos, balcones que
dan a la avenida Diagonal barcelonesa, salas llenas de retratos de autores de
fama universal y estanterías con manuscritos encuadernados, impone e impresiona.
Sus paredes encierran pura historia de la literatura española e
hispanoamericana, y la puerta siempre está abierta a darle continuidad a ello,
pues nunca se sabe qué futuro premio Nacional, Príncipe de Asturias, Cervantes
o Nobel emerja de repente a partir de un envío fortuito: unos cincuenta nuevos
textos a la semana llegan por distintas vías a la todopoderosa agencia, todo un
imán para los autores más relevantes. Por algo Manuel Vázquez Montalbán llamó a
Carmen Balcells «superagente literaria» al conseguir derechos que antes le
estaban vedados a los escritores y convertir a muchos de ellos en profesionales
de la literatura.
Una mujer
capaz de ir a buscar a Juan Carlos Onetti a un Montevideo dictatorial, capaz de
convencer a un joven Mario Vargas Llosa en Londres de que tenía que
concentrarse en la escritura únicamente, capaz de animar y cuidar a Ana María
Matute para que esta pudiera escribir tras un largo silencio..., no responde al
perfil común de una agente literaria; es alguien que, ganándose el afecto del
autor que de repente le entusiasmaba –Gonzalo Suárez en sus inicios, al igual
que Luis Goytisolo, Juan Marsé o Eduardo Mendoza, por mencionar varios que
jalonaron sus propios comienzos profesionales–, empatizaba hasta el trato
maternal: para García Márquez era la «Mamá grande», y Gustavo Martín Garzo le
dedicó su libro «Todas las madres del mundo». El escritor vallisoletano había
deslumbrado a Balcells con su novela «El lenguaje de las fuentes» (1993), pero
su figura lo abrumaría de tal modo que la abandonaría un tiempo antes de volver
con ella.
Dicen que
fue una mujer ambiciosa o con deseo de poder, de carácter a veces difícil,
exigente y contundente en la distancia corta, sin menoscabo de su cercanía y
proteccionismo de cara al autor, pero sobre todo con una astucia sin igual para
localizar el talento: un sexto sentido que la convirtió en la más importante en
su oficio en todo el mundo hispanohablante. De ello podría hablar Guillem
d’Efak Fullana-Ferré, curiosamente hasta hace una semana director de la Agencia
Balcells tras dos años en el puesto. Este gestor cultural con formación como
historiador contó una vez que, a sus treinta y ocho años, le citaron en la
agencia y él asistió, atónito, a cómo Carmen y un abogado hablaban entre ellos
sin apenas reparar en él, hasta que por fin ella le preguntó sobre sus
antecedentes laborales. Aquella era la manera en que Balcells –el invitado lo
entendería más tarde– sonsacaba información: con situaciones poco
convencionales donde ponía en marcha su intuición. Ésta le diría al poco que
D’Efak tenía que ser no sólo el director, sino el sucesor de un modo de
entender la agencia; de tal modo que el joven casi vivió durante dos meses en
ella junto a la maestra, viéndola preocupada por el hecho de que su legado siguiera
a buen recaudo. Ahora, su muerte, al tiempo que hace de esta leridana una
leyenda más grande de lo que ya era, abre esa interesante incógnita.
Publicado en
La Razón, 23-IX-2015