El poeta y traductor Manuel Moya (Huelva, 1960) se ha encargado de rescatar y ordenar lo que sólo puede catalogarse de hito dentro de las ediciones pessoanas: la reunión de los «Cuentos» (Páginas de Espuma) del autor portugués. Se dice que el arca donde guardaba su material literario tiene unos treinta mil documentos, que de vez en cuando se convierten en ediciones más o menos novedosas. Al hablar de ello con Moya, éste se aventura a señalar que se han hecho cosas repetitivas; su libro, en cambio, es único al reunir «todos los cuentos publicados hasta la fecha» en alguna publicación previa. Con prudencia, se ha evitado el término «completos» por si el arca da más sorpresas; por medio de un «trabajo arduo», un proceso de verdadera «arqueología», Moya ha recuperado cuentos que habían aparecido en diferentes lugares (por ejemplo, en una revista de Francia) en lo que no duda en calificar de «pequeño acontecimiento», pues ni siquiera en Portugal se había hecho una recopilación de estas características.
Pessoa destacó como poeta, por supuesto, y por la genial invención de sus otros yoes, los famosos heterónimos (Soares, Campos, Caeiro...), pero el de los cuentos «es el Pessoa más transparente que hay», como ocurre con «Libro de desasosiego», que se publicó en 1982 y proyectó internacionalmente al escritor con su prosa personalísima. Ciertamente, «en esos textos se sincera más, por ejemplo en su infancia se le murieron dos hermanas, y eso le creó toda una serie de angustias que se ve en los cuentos, con el tema de la locura, la muerte..., es mucho más rastreable su vida en los cuentos que en otras de sus facetas». Con todo, que el lector se olvide de un Pessoa ensimismado en su vida, como gris oficinista y volcado en la escritura de manera compulsiva: varios de estos cuentos demuestran su cercanía a la realidad, como los que le inspiraron la guerra o la realidad política de su país.
Sea como fuere, para Moya, Pessoa siempre será un «escapista» mediante su heteronimia, un «soñador inveterado» que siempre arrastró una sensación de extranjería tras volver a Lisboa tras pasar su infancia en Suráfrica y que era «un personaje desclasado, que viene de una familia burguesa pero se dedica a vivir una vida bohemia en el sentido de pobre». Tal cosa provocaría una conciencia de extranjero –más si cabe cuando su primer idioma fue el inglés– y a la vez de nacionalista convencido, como se aprecia en los textos dedicados a asuntos de gran actualidad como el que recrea la relación entre tiranía y democracia. No importó que publicara poco, si bien Moya aduce tal cosa al hecho de que la inercia por escribir y corregir dentro de una oleada incansable de escritos e ideas que no paraban de crecer sería tremendamente difícil de convertirse en material listo para editarse; de todas formas jamás sería visto como un poeta oculto por parte de sus contemporáneos: «Él no es un Van Gogh, ni un Modigliani, su obra nunca dejó de estar presente, la noticia de su muerte salió al día siguiente por extenso en todos los periódicos de Lisboa, y su primera biografía es de 1942», es decir, solamente siete años tras su muerte, de un ataque de cirrosis hepática, en una etapa en que el abuso del alcohol devendría fatal, dejando a la posteridad toda un arca de papeles inéditos cuyo fondo no parece tener fin.
Publicado en La Razón, 14-IV-2016