Con el recuerdo dulce y admirativo de la anterior
entrega de los diarios de Hilario Barrero, Nueva York a diario (Impronta, 2013), hace unos meses voy leyendo el nuevo libro
del autor toledano afincado en Brooklyn desde hace casi cuatro décadas. Son los
Diarios (2012-2013) (La Isla de
Siltolá, 2015), que degusto poco a poco, como si fuera escribiéndolos yo mismo,
con una periodicidad alterna, continua o interrumpida, siguiendo así el tempo
de la vida de este extraordinario diarista que tan maravillosamente bien capta
la vida: la de su barrio, la de su ciudad, la de sus lugares de origen.
Como en otras ocasiones en su prosa íntima,
sensible, honesta y hermosa, aquí de nuevo surge el Barrero que glosa durante
el día a día el tempus fugit, el ubi sunt, el carpe diem amoroso. El amor conmovedor a su pareja, la preocupación
de sus vecinos, sus lecturas poéticas, el gusto por la música clásica en
directo, el arte y la política, el frío y las enfermedades, toda la
cotidianidad neoyorquina que protagoniza o le circunda –también en España
cuando suele viene un tiempo a reencontrarse con su ciudad natal, o con su
querida Asturias, o incluso con la Barcelona que le trae recuerdos románticos
de juventud– se abre paso página tras página con tanta delicadeza como
amenidad.
Estoy a punto de acabar el libro, tomándolo como
tazas de café, cuando estoy en tránsito, cuando estoy en esperas, cuando
necesito un libro que me acompañe a algún sitio que sé que no me decepcionará.
Así dilato su lectura, y me empapo de la vida del autor –que por cierto
contestó a la entrevista capotiana– lo más posible, aguardando otra entrega. En
esta, justamente a la mitad, en la página 161, encuentro el clímax de la
escritura de Barrero, sensitiva, melancólica, consciente de que lo poético nos
eleva, pero que siempre hemos de acabar claudicando ante los sentimientos
intuitivos, irracionales, verdaderos:
Al
caminar por el parque en una generosa tarde de septiembre, con la luz suave,
como de seda, el cielo azul, ya los dedos del otoño entre los árboles, su
perfume entre las últimas rosas del verano, y más tarde al llegar a casa, beber
una copa de vino, escribir una carta a un amigo agradeciéndole el envío de su
último libro, mirar el retrato de mi madre y esperar la noche; instantes que en
otra ocasión hubieran pasado con normalidad, sin apenas darle importancia,
ahora mismo que escucho Tristán e Isolda,
me ha parecido que estaba cometiendo un crimen, que le estaba robando a alguien
parte de su aire, he repetido que la vida es injusta y me he sentido y me
siento culpable de poder mirarte a los ojos y respirar.