Si bien se trata de la
parte de su obra menos conocida, frente a sus extraordinarias creaciones
narrativas –«La señora Dalloway», «Al faro» u «Orlando»–, las páginas de
crítica literaria de Virginia Woolf (1882-1941) también merecen un lugar de
privilegio en el campo del ensayo. La autora londinense, como recuerda su
traductor Miguel Martínez-Lage en la nota previa a «Horas en una biblioteca» (Seix
Barral), sólo publicó dos libros de ensayos de mismo título, «The Common Reader»
(1925 y 1932), «pero lo cierto es que fue una muy prolífica ensayista. Después
de su muerte, su marido y editor, Leonard Woolf, compiló poco a poco una serie
de volúmenes sucesivos, más o menos aleatorios, que solo en 1966-1967
adquirieron la solidez debida y dieron pie a los “Collected Essays”».
De éstos, y de una
recopilación posterior llamada «Books and Portraits» Martínez-Lage seleccionó
unos sesenta textos donde se aprecian muy bien las inquietudes literarias de
Woolf, su personalidad recta y juiciosa pese a sus graves dolencias mentales
que acabarían por conducirla al suicidio. Tras el ensayo que da título al
volumen, una especie de teoría de la lectura, aparecen pequeñas narraciones a
modo de estampas descriptivas, y luego se inician las reseñas de libros no
meramente literarios sino que tienen que ver con las costumbres sociales y la
historia, las reflexiones sobre «La prosa en lengua inglesa» o sobre música en
«Impresiones de Bayreuth» para, al fin, adentrarse en algunos de los autores y
los asuntos que más le interesan: las «Charlas de sobremesa» de T. S.
Coleridge, las anotaciones juveniles de Rudyard Kipling, el arte visto por John
Ruskin, el ecologismo pionero de Thoreau, las novelas exóticas de Herman
Melville, la vida de Jane Austen, entre otros.
Todas las prosas anuncian
una lectora exigente, penetrante, y además transmiten la sensación de que en
ciertos momentos es la propia Woolf la que aprovecha, mediante el comentario a
alguna obra ajena, para definir sus ideas sobre cómo escribir. Hablando de
Joseph Conrad, del que sólo admira sus primeros libros, advierte: «La visión de
un novelista es al tiempo compleja y especializada. Es compleja porque detrás
de sus personajes y al margen de ellos ha de existir algo estable con lo cual
los ponga en relación; es especializada porque como se trata de una sola
persona, con su particular sensibilidad, los aspectos de la vida en los que le
es dado creer con toda convicción están estrictamente limitados. Un equilibrio
tan delicado se trastoca con facilidad».
La busca del equilibrio
Tal equilibrio fue el
quid de la cuestión para Woolf; tal vez para cualquier novelista. Pero se
podría encontrar más ejemplos. Al hablar de los «Diarios» de Emerson, parece
Woolf practicar una suerte de reconocimiento autobiográfico: «Ser un sabio en
el aislamiento del propio estudio, y un torpe colegial fuera de él, es la
ironía que tuvo que arrostrar», así como una capacidad para reconocer el propio
estilo: «Tenía ese don poético que consiste en convertir pensamientos lejanos,
y abstractos, si no en carne y hueso sí al menos en algo firme y
resplandeciente». Por otra parte, cuando aborda la prosa de Turguéniev, a cómo
en principio el ruso abusaba de los detalles en sus relatos, avisa de que «es
peligroso hacer hincapié en todas las pequeñeces, meramente porque uno las
tiene en abundancia y siempre a punto». Grandes lecciones estéticas, en
definitiva.
Así, podemos conocer a Virginia Woolf desde otro punto de vista distinto
a la mujer que escribe ficción o a la que se consagró a la escritura de un
diario íntimo que vio la luz hace más de treinta y cinco años. De hecho, tanto
su obra narrativa como sus textos más personales, así como todo lo concerniente
a su entorno familiar y cultural no deja de ser objetivo de estudio y van
llegando traducidos sus textos dispersos: diarios, cartas, crónicas de viajes…,
amén de escritos biográficos como dos recientes muy destacables: el de su
marido Leonard Woolf, con “La muerte de Virgina” (Lumen, 2012), donde aborda
cómo les afectó la Segunda Guerra Mundial y se refleja la admiración
incondicional que sentía por ella –“Era una intelectual en todos los sentidos
de la palabra”, escribe–, y la voluminosa biografía de Irene Chiquiar Bauer
“Virginia Woolf. La vida por escrito” (Taurus, 2015). Para ésta, «los intentos
de etiquetarla o clasificarla han fracasado», y las interpretaciones que se han
hecho desde campos como el feminismo, la sexualidad y la psiquiatría se dan de
bruces con una personalidad «difícil de encuadrar», elusiva; una autora, en suma,
que ahora podemos “etiquetar” también como ensayista –colocándola incluso entre
las mejores dentro del género que dio el siglo XX– y que, como sigue diciendo
la biógrafa argentina, «ha difuminado los límites entre lo público, lo político
y lo privado, entre ficción, historia y biografía».
Publicado
en La Razón, 8-VII-2016