Hace
dos días trasnocho para ver en directo el España-Argentina de baloncesto en directo,
de los Juegos de Río, y en el descanso cambio de canal. Aparece enfrente una
película queridísima, especial pero creo que poco recordada, maravillosamente
melancólica y humorística a partes iguales. Un ruso en Nueva York, estrenada en
1984, surge en mi recuerdo, viéndola de joven y emocionándome con ese
saxofonista que se escapa del control soviético en una visita a Manhattan y que
interpreta Robin Williams, que hacía posible ver a cualquier personaje como el
único que lo podía haber encarnado. Ya lloré la muerte del cómico hace justamente
dos años, en este mismo blog, y hace dos noches de alguna manera lloro por
verlo sólo vivo en la ficción, en esas escenas fabulosas que reflejan la dureza y el asombro de
verse libre en el país de las oportunidades. Intentando tocar el saxo ante la
queja de sus vecinos en el precario apartamento donde vive; compartiendo
bañera, desnudos, con la espléndida María Conchita Alonso; bromeando con el
hecho de que para sobrevivir en Nueva York hay que poner cara de pocos amigos
para intimidar al resto de transeúntes. Cada escena de esta película de Paul
Mazursky rezuma nostalgia, pureza, amor, trascendencia, solidaridad. Al cabo de
un rato, dejo a Williams, siguiendo vivo
en la pantalla, y pensando en él, dolorido por haberlo recordado en una de sus
mejores actuaciones para mí, vuelvo al baloncesto, quedándome por momentos congelado
viendo, en aquella lejana vida, esta lejana película.