Un año atrás, el narrador inglés Andrew Motion sorprendía a todos con su novela «Regreso a la Isla del Tesoro», publicada por la editorial Tusquets. Aquella obra que Stevenson concibió para entretener a su hijastro de doce años, Samuel Lloyd Osbourne (al que acabó dedicando la obra), tenía, pues, una segunda parte. En ella, aparecían de nuevo sus famosos personajes: Jim Hawkins, John Silver «el Largo», Billy Bones y Ben Gunn, y además resurgía la posada La Hispaniola; pero sobre todo el aliciente era conocer a un personaje femenino, Natty (hija del pirata Silver), que atraía al joven Jim de forma inevitable, viéndose ambos embarcados en la misión de recuperar el mapa del tesoro que el padre del muchacho había guardado durante años. Los viejos piratas nunca mueren, podría decirse, y así, a pesar de su edad avanzada, el pirata pretendía enriquecerse aprovechándose de la pareja, que tenía que afrontar peligros en mar y tierra para conseguir el puñado de lingotes de plata que se hallaban escondidos en la legendaria isla.
Es sólo un ejemplo de la influencia infinita y por doquier que ha tenido este clásico de la literatura de aventuras marítimas, que ha empapado todas las artes, ha inspirado películas y relatos innumerables, y se ha traducido a todas las lenguas importantes; en español, son numerosas las traducciones, muchas de ellas acompañadas de ilustraciones. En esta ocasión, es Pollux Hernúñez, doctor en Filología Clásica por la Sorbona, quien ofrece su versión de «La Isla del Tesoro» junto al medio centenar de dibujos de José María Gallego, conocido por hacer dúo de tira humorística diaria en la Prensa, desde hace treinta y cinco años, con Julio Rey. Elementos todos estos en verdad destacables, por parte de la editorial Reino de Cordelia, pues el lector verá ilustraciones de pasajes del libro que no habían acabado plasmándose artísticamente aún y, asimismo, conocerá una edición que incorpora anotaciones al texto sobre asuntos descubiertos en las últimas fechas en torno al libro.
Términos marineros
En un breve prólogo, Hernúñez explica cómo ha encarado la traducción, manteniendo la terminología marinera, pese a ser desconocida para la mayoría de lectores –incluso, dice, los del tiempo del propio Stevenson–, y tratando de captar en español el habla vulgar de los piratas. El traductor, por una parte, soluciona el primer problema con notas a pie de página y añadiendo un glosario donde se reúnen los términos técnicos junto al dibujo de un bergantín-goleta con el nombre de todas sus partes, y por la otra, buscando en español maneras de diferenciar el estilo de hablar de «los buenos» en contraste con el de «los malos». No en balde, el escritor escocés era un experto en todo lo vinculado con el mar y los viajes desde 1880, cuando cruzó el Atlántico y luego todo Estados Unidos hasta llegar a California, para casarse con Fanny Osbourne, bastante mayor que él, separada y con dos hijos, y de la que se había enamorado tres años antes en Francia. Aquella sería su década dorada, con la publicación de la obra que nos ocupa, en 1883, después de haber aparecido en una revista juvenil a lo largo de los dos años anteriores por capítulos, y con otras como «La flecha negra» o «El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde».
En 1888, con su salud quebrada por la tuberculosis, alquilaría un barco para viajar por el océano Pacífico, descubriendo que ese clima era el que más le convenía tras una existencia llena de enfermedades respiratorias desde niño, y por fin se instalará en Samoa, donde los nativos le apodaron con el nombre de «Tusitala» (contador de cuentos). Allí Stevenson escribe los «Cuentos de los mares del Sur», de signo sobrenatural y referencias demoniacas, que hablan de indígenas extraños, cuando no caníbales: «El diablillo de la botella», «La isla de las voces» y «La costa de Falesá». Allí es feliz, pero cuando prepara su novela «Weir of Herminston», la muerte le sorprende y es enterrado con el «Réquiem» que había escrito años atrás y que empezaba así: «Alegre he vivido y alegre muero», en una magistral y conmovedora lección de cómo hay que afrontar la vida hasta el último momento. Una vida corta cuyo talento para la escritura se reflejó, aparte de en narraciones, en multitud de ensayos, recogidos por la editorial Páginas de Espuma a partir de sus temas preponderantes: «Escribir», «Viajar» y «Vivir». Precisamente, en uno de los textos que integran esta trilogía, Stevenson pareció lamentar haber obtenido fama por una obra sobre todo, de ahí que en «Mi primer libro: “La isla del tesoro”», dijera que «yo no sólo soy novelista, pero soy bien consciente de que mi pagador, el gran público, contempla el resto de mis escritos con indiferencia, si no con aversión».
Aventurero inválido
Dichosamente, esta percepción hoy en día está muy lejos de ser cierta, y para negarla colaboraron autores de la talla de G. K. Chesterton, Vladimir Nabokov y Jorge Luis Borges, que en su momento ya incidieron en que Stevenson era, sobre todo, una Literatura en sí mismo más allá de los géneros a los que se dedicara. En su maravillosa biografía del escritor escocés Chesterton ya dijo que la crítica de su época había subestimando sus ideas al fijarse tan sólo en su vida pintoresca; y ciertamente, lo fue, pues Stevenson huyó de su familia y de su futuro como constructor de faros en Edimburgo, tras acabar Derecho en Edimburgo en 1875 y trabajar durante un breve lapso de tiempo sólo para satisfacer a su padre, evitando a toda costa permanecer en un mismo lugar con el propósito de solventar sus constantes problemas físicos –«Fue a donde fue en parte porque era un aventurero y en parte porque era un inválido», dice el biógrafo inglés–, y encontrando la muerte en una isla paradisiaca de la Polinesia.
Semejante vida, ya legendaria, no ha hecho más que cobrar interés a medida que su literatura se universalizaba, en particular esta historia llevada al cine en diferentes épocas, como en 1972, con Orson Welles como John Silver, o a la televisión, caso de la muy notable versión de 1990, escrita, producida y filmada por Fraser Heston, el hijo de Charlton Heston, quien también adoptaría el papel del pirata, y que contaba también con el mítico Christopher Lee como el ciego Pew y con el entonces niño Christian Bale en su papel de Jim Hawkins. «Ese éxito –explica Hernúñez– se debe a que la historia es emocionante, los capítulos se suceden de manera trepidante, los personajes corresponden a tipos de gran envergadura, sobre todo el emblemático pirata pata de palo John Silver, y el verbo de Stevenson golpea siempre de forma precisa, concisa y sugerente. Es La novela de aventuras. La que apasiona de joven, deja un regusto dulce en el recuerdo y vuelve a enganchar de viejo».
La novela, con todo, no surgiría de forma improvisada, sino que de alguna manera se estaría gestando en la imaginación de Stevenson desde pequeño, cuando, viviendo con sus padres en Kinnaird, un lugar campestre tan idílico como de frío amenazador para él, tras haber cogido un catarro se estuvo entreteniendo dentro de un cuarto con pinturas y un caballete, como cuenta en «Mi primer libro»: «En una de aquellas ocasiones, dibujé el mapa de una isla (...) y con la inconsciencia de los predestinados, designé a mi realización “La isla del tesoro”».
Publicado en La Razón, 26-VIII-2016