La fascinación por todo lo que
tenga que ver con la India no decae, no lo hará nunca, está demasiado apegada a
lo mítico, a lo espiritual, a lo legendario, a elementos que tanto tienen que
ver con la cultura ancestral, tan rica como compleja, así como con la búsqueda
interior. Mil obras contemporáneas han captado la trascendencia que inspira el
país, desde escritos comerciales que confunden el viaje en pos de uno mismo con
la temática amorosa banal o con un afán por inyectarse una religión exprés que
le saque a uno de la superficialidad, hasta escritos que exhalan el tipo de
magnetismo y hermanamiento propios de los expedicionarios de la África más
recóndita. El misterio, así, de lo remoto y diferente a lo occidental no tiene fin. E incluso la sensación puede provenir desde casi dentro: un indio habitante de Trinidad, V. S. Naipaul, atravesó siete décadas de incertidumbre en torno a su propia identidad; en uno de sus ensayos, hablaba de cómo tras visitar su país de ascendencia, su vida se rompió en dos, tal es en muchas ocasiones el impacto que produce el país surasiático.
El testimonio del premio Nobel 2001, en su obra «Una zona de oscuridad. El descubrimiento de la India» (2015), o estudios sobre lo que significó para autores importantes lo hindú a ras de suelo, caso de «La mano azul. La generación beat en la India» (2014), de Deborah Baker, que abordaba el origen de las relaciones de amistad de los beats cuando Allen Ginsberg residió en Calcuta y Benarés y cómo éste descubrió «la dulzura y la compasión que había encontrado entre los sadhus, charlatanes, poetas y santos de la India», se cuentan entre lo más destacado últimamente de una pasión inagotable. Por no hablar de la increíble producción de nuestro gran especialista Enrique Gallud Jardiel, que hace escasas fechas publicaba en la editorial Miraguano «La India en Occidente», antología dedicada a cómo influyó el pensamiento hindú en algunos de los mejores escritores de todos los tiempos, desde Séneca a García Lorca, pasando por Shakespeare o Borges.
El testimonio del premio Nobel 2001, en su obra «Una zona de oscuridad. El descubrimiento de la India» (2015), o estudios sobre lo que significó para autores importantes lo hindú a ras de suelo, caso de «La mano azul. La generación beat en la India» (2014), de Deborah Baker, que abordaba el origen de las relaciones de amistad de los beats cuando Allen Ginsberg residió en Calcuta y Benarés y cómo éste descubrió «la dulzura y la compasión que había encontrado entre los sadhus, charlatanes, poetas y santos de la India», se cuentan entre lo más destacado últimamente de una pasión inagotable. Por no hablar de la increíble producción de nuestro gran especialista Enrique Gallud Jardiel, que hace escasas fechas publicaba en la editorial Miraguano «La India en Occidente», antología dedicada a cómo influyó el pensamiento hindú en algunos de los mejores escritores de todos los tiempos, desde Séneca a García Lorca, pasando por Shakespeare o Borges.
Todos estos libros acaban
remitiendo tarde o temprano, directa o indirectamente, a la esencia de la India
en cuanto a su carácter religioso ancestral. Y la semilla de tal carácter cabe
encontrarla lejos, muy lejos, hace unos tres mil años, con el “Brāhmana de los
cien caminos”, tratado sobre ritos védicos de casi dos mil cuatrocientas
páginas en su única traducción inglesa y que “contienen pensamientos inevitables
desde siempre, que sin embargo raramente han encontrado acogida en los libros
de filosofía”, según Roberto Calasso en “El ardor” (traducción de Edgardo
Dobry). El autor florentino ya se había entregado a la mitología hindú en “Ka” (2006), y
ahora retoma el tema analizando ese texto antiguo que para él constituye “un
antídoto poderoso para la existencia actual”. Un texto en busca de la “verdad”
y que se manifiesta en diversos “gestos” que según Calasso sobreviven todavía
hoy en la India entre gentes que, sin embargo, ignoran su origen.
El rito cotidiano
“El ardor”, así, será
la ocasión de bucear densamente en lo que Calasso da en llamar “seres remotos
no sólo para los modernos sino para sus contemporáneos antiguos”, que vivieron
en el norte del subcontinente indio y que “no dejaron objetos ni imágenes. Sólo
dejaron palabras. Versos y fórmulas que escandían rituales. Meticulosos
tratados que describen y explican esos mismos rituales”. De la época védica no
se conservan ni siquiera ruinas, de modo que Calasso ha de imaginar cómo eran
los lugares de sacrificio que se describen en esa literatura, caso por ejemplo
“del rito más complejo e imponente”, el “aśvamedha” (sacrificio del caballo).
Sacrificio entendido como salvación, pues como nos dice el erudito italiano,
“sólo quien participa en el sacrificio puede ser salvado”. Ese tipo de
rituales, esa “secuencia de gestos”, ayudaba a no perder la vida en vida. “Sólo
los crueles hombres védicos, mientras se dedicaban sin tregua a sus
sanguinarios sacrificios, pensaron en cómo salvar, junto consigo mismo, a las
plantas y a todos los otros seres vivientes”.
Calasso nos va
introduciendo en los distintos aspectos que rodean ese ambiente védico
obsesionado por los ritos y los compara con la Grecia arcaica; destaca el papel
de la clase sacerdotal de los brahmanes, que era fundamental para transmitir
los textos sagrados, y cómo el pensamiento védico fue abriéndose paso en
Occidente gracias al interés de pensadores como Schopenhauer, que dijo en su
obra “El mundo como voluntad y representación” (1818): “El acceso a los Vedas,
que se ha abierto a nosotros a través de las Upanisads, es a mis ojos el mayor
privilegio que este siglo, todavía joven, puede ostentar frente a los
anteriores”. Una frase que no puede pasar inadvertida para Calasso, que
ciertamente explota asimismo cada detalle del “Rigveda”, el texto más antiguo
de la India: el léxico, los reyes, los guerreros, los influyentes brahmanes.
Pero también los “purusamedha” (sacrificio humano), y los conceptos de pureza,
poder, plenitud, entre otros muchos.
El sacrificio, de esta
manera, queda reflejado aquí en consonancia con la claridad con la que fue
expuesto por parte de los ritualistas védicos en sus tratados entre los siglos
X y VI a. C. Pero no de un modo pedagógico convencional, no para todo tipo de
lectores. Se trata de un libro complejo, de prosa contenida que juega con su
estilo a hacer más perdurable si cabe el misterio milenario de todo lo que
tiene que ver con una civilización que está en los antípodas de lo que somos
hoy, pues a ojos de Calasso “muy poco de religioso, en sentido estricto y
riguroso, subsiste en el mundo”.
Publicado en La Razón, 8-IX-2016