martes, 20 de diciembre de 2016

Apocalipsis entre balas y ratas


Los testimonios de los que allí sufrieron, de jóvenes anónimos a notables escritores, dieron fe de lo vivido en Verdún. De lo más despiadado de la Primera Guerra Mundial. No sólo mataban los ataques del enemigo, sino también la falta de higiene en la retaguardia

Es 1914, el año en que, como dijo Josep Maria de Sagarra, acabó el siglo XIX, el mismo momento, como dijo Stefan Zweig en sus memorias “El mundo de ayer”, en que terminó el “mundo de la seguridad” y empezó el tiempo de las fronteras, la persecución fanática y el enfrentamiento belicoso. Cuatro jóvenes cualesquiera son reclutados para ir al frente. Pertenecen a la ficción y viven en Vandea, al oeste de Francia, en la novela corta “14” (2013), pero son reflejo real de millones de combatientes que sufrieron la Gran Guerra. Su autor, Jean Echenoz, elige ese pueblo del departamento de Países del Loira de manera intencionada, pues los libros de historia nos dicen que diversos batallones de vandeanos tuvieron un papel capital en las trincheras, sobre todo en la larga y sangrienta batalla de Verdún, en 1916. 

Al comienzo, la guerra no parece de cuidado, pues nada hacía pensar que, desde el 24 de julio hasta el 1 de agosto, momentos en que Inglaterra, Alemania y Francia se desdecían de lo dicho sobre anexionar países y entrar en guerra, el conflicto llegaría a prolongarse cuatro años, extremando así las condiciones inhumanas de los que logran sobrevivir a esa carnicería que se llevaría por delante a trescientas mil almas durante diez meses. De hecho, el capitán de la Vendée que se hace cargo de los lugareños convertidos en soldados dice, al inicio de “14”, que los hombres mueren en la guerra “por falta de higiene. Lo que mata no son las balas, sino la falta de aseo”. Y algo así está lejos de ser exagerado si nos atenemos a lo que Paul Jankowski relata en “Verdún 1916. Crónica de la batalla más célebre de la Primera Guerra Mundial”, editado recientemente por parte de La Esfera de los Libros.

Ratas saltando por encima de los cadáveres y pisando los rostros de los soldados que intentaban dormir, más lluvia continua, y niebla, y barro en las trincheras, donde “los suplicios físicos crónicos que atormentaban a los hombres por encima y por debajo del suelo, en las líneas del frente y más atrás, por la noche y de día, hacían que su estancia allí transcurriera en unas condiciones nefastas”, según este historiador estadounidense especialista en la historia de Francia. “Lo que más me impactó en Verdún… el barro. Morir en la guerra es algo común… pero vivir en el lodo es atroz”, contaría un teniente zuavo, como registra el autor. Otro testigo de aquel horror destaca la soledad: “Cada uno de nosotros está solo, aislado en esta tierra en erupción”. Otro más, el ruido, compuesto de “silbidos, rugidos, estruendos, chirridos, desgarros, todos los ladridos del fuego de las ametralladoras”. En definitiva, un escenario puramente infernal, comúnmente aceptado como el más desgarrador que se había visto nunca en un campo de combate. 

Hambre, sed y sangre

Las estadísticas de la Gran Guerra son implacables: diez millones de soldados y civiles muertos; una media de edad de los caídos de diecinueve años y medio, muchos de los cuales podrían firmar esta carta de un soldado francés desde Verdún, en marzo de 1916, reproducida por J. Prats en su “Historia del mundo contemporáneo” (1996): «Esos tres días pasados encogidos en la tierra, sin beber ni comer: los quejidos de los heridos, luego el ataque entre los boches (alemanes) y nosotros. Después, al fin, paran las quejas; y los obuses, que nos destrozan los nervios y nos apestan, no nos dan tregua alguna, y las terribles horas que se pasan con la máscara y las gafas en el rostro, ¡los ojos lloran y se escupe sangre! Después los oficiales que se van para siempre; noticias fúnebres que se transmiten de boca en boca en el agujero; y las órdenes dadas en voz alta a 50 metros de nosotros; todos de pie; luego el trabajo con el pico bajo las terribles balas y el horrible ta-ta-ta de las ametralladoras».

Cabe traer a colación el diario de guerra del doctor Marcel Poisot, descubierto en 1986: mil cuatrocientas páginas manuscritas empezadas en agosto de 1914, con un estilo lírico en el que mezcla descripciones de combates con información general sobre todos los frentes y apuntes médicos y en que tienen una presencia capital los acontecimientos de Verdún. En el diario alude al ejército de 250.000 a 300.000 soldados que ataca las trincheras y cuyos golpes hay que soportar sin decaer: “Nuestras tropas han cedido terreno bajo la avalancha de hierro de la gran artillería y bajo la impetuosidad del ataque. Las pérdidas son inmensas en ambos lados. Nosotros habíamos perdido 3.000 prisioneros y una gran cantidad de material. Nuestros comunicados, muy sobrios, indican que hemos debido ocupar las posiciones de repliegue, pero que nuestro frente no había sido hundido”. Para este facultativo del Hospital de París esta batalla sería “la más espantosa de la historia universal”, los alemanes se emplearían en ella “con una tenacidad inaudita, con una violencia sin igual”, mientras que “nuestros heroicos soldados están bien a pesar del diluvio de acero, de líquidos inflamables y de gases asfixiantes».

Cine de trincheras

En el ámbito de la literatura pueden encontrarse infinidad de recreaciones de la Primera Guerra Mundial y en concreto de lo sucedido en Verdún, y el cine no se quedó atrás. Precisamente, en 1957, el cineasta Stanley Kubrick pudo llevar a cabo la adaptación de una obra que le había impactado en su adolescencia y que era de marcado acento antibelicista, “Senderos de gloria” (1935), del italiano de nacimiento pero inglés y estadounidense de formación Humphrey Cobb. De espíritu rebelde, con sólo diecisiete años Cobb se alistó en el Ejército canadiense y combatió en la crucial batalla de Amiens, donde fue herido. A su vuelta en Estados Unidos, siguió en tareas militares y, en 1934, tras leer una noticia en “The New York Times”, sobre la absolución a cinco fusilados por amotinamiento en 1915, más sus propios recuerdos de las trincheras (también redactó un mini diario), escribió la historia que acabaría protagonizando Kirk Douglas.

El origen de ello estaba en la lucha por el fuerte Douamont durante la batalla de Verdún. Como consecuencia de un ataque fallido en la Colina de las Hormigas contra los alemanes, un general deshumanizado quiso castigar al regimiento en cuestión por lo que consideraba un acto de cobardía, pese a que el coronel al mando justificara la acción de sus hombres, que hubieran muerto sin la menor duda. El castigo por parte del ejército francés consistirá en elegir a varios soldados al azar para ejecutarlos, lo cual se lleva a cabo tras un juicio cuyo veredicto ya estaba preestablecido.

Esta relación cruel con los altos mandos de Verdún no impediría que hubiera cohesión entre las tropas y cierto sentimiento de amor propio: “Para nosotros es una cuestión de autoestima: no tendrán Verdún”, dijo un orgulloso soldado; pero también hubo otros que, sobreviviendo al horror, estaban hartos por completo de tanto sufrimiento, como uno que le decía a su mujer por carta que le importaban un pimiento las condecoraciones: “Que me den mis permisos. Eso es todo lo que quiero ahora, y luego, la paz”, como se lee en el libro de Jankowski. Una paz que se haría esperar tras el infierno de Verdún, cuando por fin el 11 de noviembre de 1918 Alemania pidiera el armisticio.

Publicado en La Razón, 18-XII-2016