El talento
descomunal que demostró Thomas Wolfe, tanto en sus cuatro mastodónticas novelas
como en las “nouvelles” que Periférica está publicando, como “Una puerta que
nunca encontré” y El niño perdido, no ha sido proporcional a su posteridad.
Algunos lo tildaron de tradicional y moralista, de demasiado autobiográfico, y
él, de carácter hiperestésico y vehemente, quedó bajo una aureola de malditismo
e incomprensión. Un solitario de dos metros que sentía una gran inseguridad en
sus cualidades, tan destacadas por Faulkner, que denunció que a Wolfe “le
culparan de mal gusto, torpeza, sensiblería, monotonía” cuando que se jugaba el
todo por el todo siempre.
El crítico Edmund
Wilson dejó claro que no entendía su éxito como autor teatral en Alemania; Scott
Fitzgerald dijo que se le notaban mucho sus influencias –Whitman, Dostoievski,
Nietzsche– y que no tenía «nada especial que contar», y su emoción era «barata
e inadecuada». ¿Qué tendría Wolfe para despertar esta inquina? Tal vez el
paternalismo que recibió de Maxwell E. Perkins, editor de Scribner’s (donde
publicaban también Fitzgerald y Hemingway), tenga algo que ver. Esta relación
se ve clara en “El viejo Rivers” (traducción de Juan Cárdenas), texto publicado
en 1947, póstumo para Wolfe y para la persona en la que se basó, Robert
Bridges, que había dirigido “Scribner’s Magazine” y llegado a tener una
influencia en la cultura y la sociedad del Manhattan de la época enorme.
Perkins quería
evitar que Bridges se sintiera retratado en su decadencia física, en su parte
de vida frívola como habitual de clubs sociales, en su narcisismo y poder para
manipular lo que publicaba si no le parecía decente. El resultado es otro
artefacto perfecto de Wolfe, que por cierto llega ahora como personaje de
celuloide con “El editor de libros”, que recrea su vínculo con Perkins, que se desvivió
por mejorar su novela “El ángel que nos mira” (1929), reduciendo sus miles de
páginas y reorganizando los capítulos. Profesionales como Perkins ya no
existen, pero hubo un tiempo en que los “publishers” también eran “editors”, como
en el caso de Raymond Carver y su editor Gordon Lish, que cercenó más de un
cincuenta por ciento de uno de sus libros.
El viejo Rivers,
“el Decano de las Letras Americanas”, que presume de su amistad con presidentes
americanos, que siempre tiene algo chistoso que comentar, y que no quiere
quedar mal con las nuevas generaciones de escritores, se niega a retirarse
aunque quieran apartarlo de su revista. “Confusión por todas partes,
perplejidad, nuevos tiempos, una nueva era en la que no habría certezas, nada
firme”. Eso es lo que veía: un mundo viejo frente a otro moderno, reflejado en
el rostro y maneras de alguien que no acabó de entender la novedosa literatura
que se abría camino por entonces.