Esta es la historia de una obsesión,
escrita por Richard Flanagan, un hombre cuya literatura es la más divulgada de
toda Tasmania, tal vez la más exitosa de Oceanía desde las obras del premio
Nobel australiano Patrick White; cuenta el trastorno de un hombre que encuentra
entre unos armarios antiguos en un muelle un libro muy especial, casi mágico,
que “parecía pertenecer a un convicto llamado William Buelow Gould al que en
1828, supuestamente, en interés de la ciencia, el médico del penal de la Isla
de Sara ordenó que pintara todos los peces capturados allí”. El volumen,
además, está lleno de anotaciones, y cada relato, escrito con una tinta de
color distinto, obtenida mediante diversos e ingeniosos recursos como explica
al propio reo: “la tinta roja, de sangre de canguro; la azul pulverizando una
piedra preciosa robada, etcétera”.
El recurso metaliterario de libro hallado propulsa la aventura del
protagonista, que se verá acosado por mil y una adversidades, espejismos que
dificultan ver la realidad tal como es. Este quijotismo se observa en el guiño
a Cide Hamete Benengeli en el desdoblamiento de Gould, Sid Hammet. Porque “¿qué
son los libros, al fin y al cabo, sino cuentos de hadas de los que no te puedes
fiar?”. He aquí el punto de partida: cómo un puñado de páginas –su lectura, su
previa escritura en condiciones muy particulares– pueden cambiar nuestro
destino. Considerando esto, es posible que el libro encontrado del tal William
Gould ni siquiera exista: el hombre que lo encuentra lo ve esfumarse en el bar
donde ha estado leyéndolo; ha ido al lavabo y a la vuelta ya no estaba en la
barra ni nadie lo había visto. Y entonces ahí es cuando empieza la
reconstrucción.
Un ballenero a Tasmania
Nace un nuevo libro. Los recuerdos del delincuente y falsificador William
Gould, sus viajes a América y su detención en Londres, hasta que se le embarca
en un ballenero en el que durante meses navegará hacia la Tierra de Van Diemen,
rebautizada Tasmania en 1856 para distanciarse de su pasado: un territorio sólo
para convictos condenados a cadena perpetua, a pudrirse en las húmedas celdas,
a suicidarse. Y así, seguimos a Gould y su progresivo acercamiento al dibujo, a
sus reflexiones sobre la monstruosa belleza de los peces, en un texto donde hay
más de descripción naturalista que de genuina aventura, más de recreación
histórica que de la habilidad narrativa suficiente que nos lleve en volandas
hasta los infames peligros de convivir entre asesinos y esquizofrénicos.
Las acciones paralelas que se van narrando se interrumpen continuamente, y
la opción de que Gould entrañe la personalidad de un ente de ficción memorable
se pierde en un excesivo catálogo de desgracias y sinsabores que tiene sus
mejores momentos en los fragmentos en que se medita acerca de la existencia,
dejando de potenciar el lado salvaje de la vida, y concentrándose en asuntos
más sencillos y humanos: el amor, la libertad, la literatura y el arte.
Publicado
en La Razón, 9-III-2017