domingo, 23 de abril de 2017

Amigos rivales entre pinceles


He aquí las vidas paralelas de ocho artistas: Matisse y Picasso, Manet y Degas, Pollock y De Kooning, Freud y Bacon, en busca de buscar su voz propia, una independencia creativa motivada, eso sí, por la obra ajena. Sebastian Smee, con “El arte de la rivalidad. Amistad, traición y ruptura en el arte moderno” (traducción de Federico Corriente), ha querido analizar la amistad y la rivalidad en la formación de estos creadores a partir de un retrato, un intercambio de obras, una visita al estudio o una inauguración, que impulsó una tensión, un enfrentamiento, pero también una admiración incondicional y un estímulo para, al mirarse en el espejo del otro artista, autosuperarse frente al lienzo. Un libro, pues, “sobre el hecho de ceder ante el otro, sobre la intimidad y la apertura a la influencia. También versa sobre la vulnerabilidad. Por qué estos estados de vulnerabilidad se concentran a comienzos de la carrera de un artista y cómo duran un periodo de tiempo limitado”. 

Los ocho tenían su talento en potencia, estaban a punto de llevar a cabo sus grandes innovaciones creativas pero todavía no presentaban un estilo específico, y algo desencadena que vida y obra cambien de rumbo para siempre: “Manet rasga un retrato de él y su mujer pintado por Degas. De Kooning pelea con Pollock y al poco de la muerte de este se junta con su amante, Ruth Kligman. Freud rompe con su mentor y amigo íntimo Bacon tras haberse inmiscuido sin querer en su relación con un amante violento...” El propio Smee cuenta en la introducción que viajó a Japón para ver directamente la pequeña pintura que Degas había hecho a Édouard Manet y su esposa, Suzanne. Ya cuando el matrimonio Manet posó para este cuadro, en 1868-1869, éste había provocado el malestar entre los críticos por resultar indecoroso y no iba a tardar en sufrir un descenso gradual de su reputación. ¿Pero qué le pasó a este hombre al que todo el mundo adoraba para rasgar aquel cuadro y enemistarse con Degas? En todo caso, cuando Degas murió treinta años más tarde, entre las obras que le rodeaban, estaba ese cuadro rajado, que había recuperado de manos de su amigo para intentar repararlo, además de tres retratos a lápiz que le había hecho a Manet y más de ochenta obras de éste. ¿Qué ocurría entre ellos: fascinación o rivalidad?

Este libro da la respuesta a tales cosas, y reflexiona sobre el daño que se inflige, pero también sobre el daño que estos pintores se hicieron a sí mismos en relaciones estimulantes y enfermizas. A juicio de Smee, Picasso no hubiera pintado “Las señoritas de Aviñón”, “su gran obra rupturista, ni hubiera impulsado, junto a Braque, el cubismo, sin esa seductora presión que proporcionaba Matisse”. Por su parte, Freud seguramente no habría podido “abandonar su anterior estilo, rígido y meticuloso, y convertirse en el gran pintor de la carne rebosante y lívida, si no hubiera sido por su amistad con Bacon”. Asimismo, De Kooning no sería el artista que es hoy si no hubiera “comenzado a trabajar ni a pintar de manera más libre sus primeras y poderosas obras maestras de la década de 1950 sin la influencia de Pollock”. Y en el caso de Degas, acostumbrado a pintar temas del pasado y a encerrarse en su estudio, sin el influjo que en él ejerció su amigo Manet no hubiera tenido la iniciativa de explorar otros asuntos y pisar calles, cafés y locales de ensayo en los que ampliar su mirada pictórica.

Amantes y fidelidades

La amistad entre Pollock y De Kooning podría calificarse como mínimo de difícil, pero ¿qué pasaría para que, menos de un año después de la muerte del primero en un accidente de coche, para que el segundo mantuviera un romance con la amante del primero, Ruth Kligman, que había sobrevivido al fatal choque? Pero tal vez el relato más singular de todos sea el de Matisse y Picasso. Tras la muerte de aquel, en 1954, Picasso le iría homenajeando por medio de diversos cuadros y tendría en un sitio preferencial de su casa el retrato de Marguerite, la hija pequeña de Matisse, la misma obra que le había servido anteriormente para atacar al francés cuando estaba entre amigos. Tal vez conservarlo era producto de un recuerdo sentimental: en 1906, Matisse había ido a visitar por vez primera a Picasso a su estudio parisino, en lo alto de la colina de Montmartre, acompañado de Marguerite, de doce años de edad y que había sufrido difteria, como la propia hermana del malagueño, Conchita (“juró ante Dios que, si le perdonaba la vida, nunca jamás volvería a pintar”; pocos días después, la niña moría). Un momento aquel crucial para ambos, cuando después de vivir penurias, empezaban a despuntar en el ambiente artístico y se miraban mutuamente con recelo: “Enseñarle a un artista rival el trabajo de uno era arriesgarlo todo”, dice Smee. Y en efecto, algo así despertaría tanto amistades como enemistades, pero también una influencia recíproca en los ocho pintores que iba a cambiar su obra de una forma nueva: la que les llevó a la posteridad de la que hoy disfrutan.

Publicado en La Razón, 20-IV-2017