En 1972, Truman Capote publicó un original
texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato»
(en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo
con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus
frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman
la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de
la vida, de Agustín Sánchez Aguilar.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás
de él, ¿cuál elegiría?
Un sótano de la calle Garay de Buenos Aires del que he oído
hablar en más de una ocasión. En el decimonoveno peldaño de su escalera
resplandece una pequeña esfera de un brillo casi insoportable, y esa esfera
alberga en su interior todo el universo, con sus océanos inabarcables, sus
planetas errantes, sus desiertos, sus pájaros, sus bisontes, sus asesinos y sus
sillas rotas. Me quedaría ahí, delante de esa esfera, hasta el fin de los
tiempos. Siento que, en lo que llevo de vida, me he dejado muchas cosas sin
ver, y que he mirado demasiado deprisa algunas cosas que se merecían un poco más
de calma.
¿Prefiere los animales a la gente?
Me gustan los animales de ficción. Son más inteligentes que
las personas reales, y los entiendo mejor. Por eso me inventé un pingüino que
habla, y que conoce cómo se llaman esas manchas luminosas que uno sigue viendo
cuando acaba de cerrar los ojos y cuáles son las treinta y seis películas de la
historia del cine en que se disparan más tiros.
¿Es usted cruel?
Suelo practicar la crueldad conmigo mismo. De esa manera, si
alguna vez me da por ser cruel con los demás, ya estaré entrenado.
¿Tiene muchos amigos?
Supongo que eso solo lo sabes a ciencia cierta cuando te
arruinas, te encarcelan o pillas un cáncer, tres catástrofes que, por fortuna,
no he vivido. En todo caso, esa comunión fraternal que es la amistad profunda,
y que te permite hablar con el otro como si hablaras contigo mismo, la he
experimentado con muy pocas personas.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Valoro, sobre todo, el ingenio. Miénteme si quieres, pero no
me aburras.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Últimamente no. Después de los cuarenta, uno rebaja mucho
sus expectativas.
¿Es usted una persona sincera?
No suelo decir mentiras, pero eso no significa que sea
sincero. Siempre he pensado que la mentira es un sucedáneo egocéntrico, enfático
y fatigoso del silencio. ¿Para qué mentir, si es más fácil
callar?
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Desde que dejé de trabajar en lo que no me gustaba, todo mi
tiempo es libre. Y lo dedico a buscar emociones, como hace cualquiera que no
esté anestesiado. Cuando no las encuentro, me las invento. Escribir, a fin de
cuentas, no es más que eso: fingir emociones y amplificarlas hasta que se
conviertan en emociones reales.
¿Qué le da más miedo?
Perderme el presente mientras mantengo la vista clavada en
el futuro.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La falta de curiosidad. Las personas que se trazan un
recinto de dos centímetros cuadrados alrededor de su cultura y dictaminan que
todo el que queda fuera de ese recinto está equivocado. La rapidez con que
algunos individuos, una vez han tomado partido, desconectan su sentido crítico
para aceptar a ciegas todo lo que dicen sus líderes. La facilidad con que se
puede manipular a la gente desde las atalayas del poder. La resistencia a
cultivarse. La falta de cuidado, la arrogancia, las ínfulas, los trabajos
hechos con brocha gorda, la obstinación con que acallamos la amarga verdad de
que no somos tan importantes. Me escandalizan bastantes cosas, por lo que se
ve.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho?
Fundar una religión que no prometiera nada.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Pienso mucho: lo hago con todo el cuerpo.
¿Sabe cocinar?
Poco, pero improviso. En la cocina, como en el resto de la
vida, el primer paso consiste en saber que uno no sabe. Eso ya lo tengo. El
segundo paso es no dejarse asustar por lo que uno no sabe. Eso me cuesta un
poco más, pero casi siempre lo consigo. Y el tercer paso consiste en
improvisar: ahí es cuando aprendes. Y aprendes a toda velocidad. Improvisando
se aprende muy deprisa.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de
esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Matilde Urbach. La conocí en Buenos Aires el 30 de
septiembre de 2016. Tenía unos ojos imposibles de olvidar.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza?
Ahora.
¿Y la más peligrosa?
Mañana. El noventa y nueve por
ciento de las atrocidades que cometemos los seres humanos las cometemos en
nombre del futuro.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No. Pero no por bondad, sino por puro sadismo. Siempre
pienso: «¿Y si la muerte le gusta?»
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Estar a la contra y desconfiar del que manda. Sería un
ingenuo si creyera que el poder piensa en nosotros, ¿no? Al poder solo le
interesa su propia supervivencia.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Piel roja. Me veo cabalgando a lomos de un caballo, en medio
de una llanura infinita, en un atardecer del color de la sangre, inconsciente
de que un cowboy me apunta con su revólver desde las entrañas de un
desfiladero. Parece la vida ideal: corta pero intensa.
¿Cuáles son sus vicios principales?
El pesimismo y las galletas cuajadas de pepitas de chocolate
y frutos del bosque. Del primero me estoy quitando.
¿Y sus virtudes?
Dejo hacer. Pregunto poco. Procuro no amargarle la vida a
nadie. Me equivoco bastante. Trato de comprender sin juzgar, aunque no siempre
lo consiga. Acepto que se puede vivir de muchas maneras distintas. Busco
siempre una receta un poco más imaginativa que la anterior.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Una tormenta. Un fuego que se aleja. El piel roja que nunca
llegué a ser. Un corazón de media tonelada que palpita cada vez más deprisa.
Los ojos infinitos de Matilde Urbach. Un abrazo a medianoche. Aquella clase en
que todos nos quedamos en silencio hasta alcanzar la última frontera. La visita
a un torreón solitario de Praga, poco antes del eclipse
que prometía arrasar con todo. El silencio y sol de Coyoacán,
durante un desayuno en horas perdidas. El mundo entero visto desde una
altura cósmica. La última vez que mi madre me meció en sus
brazos. La fiereza del Pacífico, contemplada desde la orilla de Isla Negra. Los
días numerosos de mis hijas, que ya no podré ver.
T. M.