miércoles, 8 de noviembre de 2017

Entrevista capotiana a Agustín Sánchez Aguilar

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Agustín Sánchez Aguilar.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Un sótano de la calle Garay de Buenos Aires del que he oído hablar en más de una ocasión. En el decimonoveno peldaño de su escalera resplandece una pequeña esfera de un brillo casi insoportable, y esa esfera alberga en su interior todo el universo, con sus océanos inabarcables, sus planetas errantes, sus desiertos, sus pájaros, sus bisontes, sus asesinos y sus sillas rotas. Me quedaría ahí, delante de esa esfera, hasta el fin de los tiempos. Siento que, en lo que llevo de vida, me he dejado muchas cosas sin ver, y que he mirado demasiado deprisa algunas cosas que se merecían un poco más de calma.
¿Prefiere los animales a la gente?
Me gustan los animales de ficción. Son más inteligentes que las personas reales, y los entiendo mejor. Por eso me inventé un pingüino que habla, y que conoce cómo se llaman esas manchas luminosas que uno sigue viendo cuando acaba de cerrar los ojos y cuáles son las treinta y seis películas de la historia del cine en que se disparan más tiros.
¿Es usted cruel?
Suelo practicar la crueldad conmigo mismo. De esa manera, si alguna vez me da por ser cruel con los demás, ya estaré entrenado.
¿Tiene muchos amigos?
Supongo que eso solo lo sabes a ciencia cierta cuando te arruinas, te encarcelan o pillas un cáncer, tres catástrofes que, por fortuna, no he vivido. En todo caso, esa comunión fraternal que es la amistad profunda, y que te permite hablar con el otro como si hablaras contigo mismo, la he experimentado con muy pocas personas.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Valoro, sobre todo, el ingenio. Miénteme si quieres, pero no me aburras.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Últimamente no. Después de los cuarenta, uno rebaja mucho sus expectativas.
¿Es usted una persona sincera? 
No suelo decir mentiras, pero eso no significa que sea sincero. Siempre he pensado que la mentira es un sucedáneo egocéntrico, enfático y fatigoso del silencio. ¿Para qué mentir, si es más fácil callar?
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Desde que dejé de trabajar en lo que no me gustaba, todo mi tiempo es libre. Y lo dedico a buscar emociones, como hace cualquiera que no esté anestesiado. Cuando no las encuentro, me las invento. Escribir, a fin de cuentas, no es más que eso: fingir emociones y amplificarlas hasta que se conviertan en emociones reales.
¿Qué le da más miedo?
Perderme el presente mientras mantengo la vista clavada en el futuro.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La falta de curiosidad. Las personas que se trazan un recinto de dos centímetros cuadrados alrededor de su cultura y dictaminan que todo el que queda fuera de ese recinto está equivocado. La rapidez con que algunos individuos, una vez han tomado partido, desconectan su sentido crítico para aceptar a ciegas todo lo que dicen sus líderes. La facilidad con que se puede manipular a la gente desde las atalayas del poder. La resistencia a cultivarse. La falta de cuidado, la arrogancia, las ínfulas, los trabajos hechos con brocha gorda, la obstinación con que acallamos la amarga verdad de que no somos tan importantes. Me escandalizan bastantes cosas, por lo que se ve.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Fundar una religión que no prometiera nada.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Pienso mucho: lo hago con todo el cuerpo.
¿Sabe cocinar?
Poco, pero improviso. En la cocina, como en el resto de la vida, el primer paso consiste en saber que uno no sabe. Eso ya lo tengo. El segundo paso es no dejarse asustar por lo que uno no sabe. Eso me cuesta un poco más, pero casi siempre lo consigo. Y el tercer paso consiste en improvisar: ahí es cuando aprendes. Y aprendes a toda velocidad. Improvisando se aprende muy deprisa.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Matilde Urbach. La conocí en Buenos Aires el 30 de septiembre de 2016. Tenía unos ojos imposibles de olvidar.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Ahora.
¿Y la más peligrosa?
Mañana. El noventa y nueve por ciento de las atrocidades que cometemos los seres humanos las cometemos en nombre del futuro.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No. Pero no por bondad, sino por puro sadismo. Siempre pienso: «¿Y si la muerte le gusta?»
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Estar a la contra y desconfiar del que manda. Sería un ingenuo si creyera que el poder piensa en nosotros, ¿no? Al poder solo le interesa su propia supervivencia.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Piel roja. Me veo cabalgando a lomos de un caballo, en medio de una llanura infinita, en un atardecer del color de la sangre, inconsciente de que un cowboy me apunta con su revólver desde las entrañas de un desfiladero. Parece la vida ideal: corta pero intensa.
¿Cuáles son sus vicios principales?
El pesimismo y las galletas cuajadas de pepitas de chocolate y frutos del bosque. Del primero me estoy quitando.
¿Y sus virtudes?
Dejo hacer. Pregunto poco. Procuro no amargarle la vida a nadie. Me equivoco bastante. Trato de comprender sin juzgar, aunque no siempre lo consiga. Acepto que se puede vivir de muchas maneras distintas. Busco siempre una receta un poco más imaginativa que la anterior.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Una tormenta. Un fuego que se aleja. El piel roja que nunca llegué a ser. Un corazón de media tonelada que palpita cada vez más deprisa. Los ojos infinitos de Matilde Urbach. Un abrazo a medianoche. Aquella clase en que todos nos quedamos en silencio hasta alcanzar la última frontera. La visita a un torreón solitario de Praga, poco antes del eclipse que prometía arrasar con todo. El silencio y sol de Coyoacán, durante un desayuno en horas perdidas. El mundo entero visto desde una altura cósmica. La última vez que mi madre me meció en sus brazos. La fiereza del Pacífico, contemplada desde la orilla de Isla Negra. Los días numerosos de mis hijas, que ya no podré ver.

T. M.